Cuando América Latina se liberó del dominio europeo en el siglo XIX, la mayoría de las colonias españolas se fragmentaron en varios países, cada uno con su propia identidad y gobierno. Sin embargo, Brasil, la gran excepción en Sudamérica, permaneció como una sola nación a pesar de haber sido una colonia portuguesa de vastas dimensiones. Este fenómeno intrigante se debe a una serie de factores históricos, políticos y sociales que diferenciaron a Brasil del resto del continente.
El Tratado de Tordesillas, firmado en 1494, dividió las tierras del Nuevo Mundo entre España y Portugal, con lo que se estableció las bases de lo que sería la configuración geopolítica de América Latina. Mientras que la América española se organizó en grandes virreinatos, Brasil se mantuvo bajo un control más centralizado, lo que jugaría un papel crucial en la posterior estabilidad territorial del país.
La América española se estructuró en cuatro virreinatos principales: Nueva España, Perú, Nueva Granada y Río de la Plata. Cada uno de ellos tenía una administración autónoma con escasos vínculos entre sí, lo que fomentó una fragmentación natural durante las guerras de independencia. Estos virreinatos estaban acompañados de capitanías generales, como las de Venezuela y Chile, que también poseían cierta independencia administrativa. Esta dispersión de poder y la vasta distancia entre los centros coloniales contribuyeron a la eventual creación de múltiples estados.
En contraste, Brasil, aunque igual de extenso, se mantuvo unido bajo una administración centralizada, con sus principales ciudades costeras estrechamente conectadas. La élite brasileña, formada en Portugal debido a la ausencia de universidades en la colonia, también jugó un rol fundamental en mantener la cohesión, a diferencia de la América española, donde las élites criollas, formadas localmente, aspiraban a una mayor autonomía.
Uno de los factores más decisivos para la unidad de Brasil fue la llegada de la familia real portuguesa a Río de Janeiro en 1808. La invasión napoleónica de Portugal obligó al príncipe regente João a trasladar la corte a Brasil junto con el aparato gubernamental, archivos y hasta 15.000 personas. Esto convirtió a Río en el centro político-administrativo del Imperio portugués y le otorgó a Brasil una legitimidad y cohesión que las colonias españolas nunca tuvieron.
El poder monárquico centralizado en Brasil facilitó la creación del Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve, y más tarde, bajo el liderazgo del hijo de João, Pedro I, se independizó como un imperio unificado, sin fragmentaciones territoriales significativas. Este proceso contrastó con la América española, donde la ausencia de un poder central fuerte y las divisiones internas resultaron en la creación de múltiples naciones independientes.
Mientras Brasil lograba mantener su unidad, la América española vivía un proceso de fragmentación intensificado por los movimientos independentistas que surgieron en todo el continente a partir de 1809. Estos movimientos, influenciados por las ideas de la Ilustración y el ejemplo de la Revolución Francesa, encontraron terreno fértil en las colonias españolas, donde las élites criollas ya resentían las políticas discriminatorias de la Corona.
El vacío de poder en España, causado por la invasión napoleónica y la abdicación de Carlos IV, generó un ambiente de incertidumbre que permitió a las juntas locales en las colonias tomar el control e iniciar un proceso de independencia que derivó en las sangrientas guerras que se extendieron hasta 1826. En contraste, la estabilidad política en Brasil, fortalecida por la presencia del monarca, evitó una fragmentación similar.