La realidad, la razón, son cautivas de una pulsión de muerte congénita al espíritu alemán, como explicó el político y periodista francés Georges Clemenceau en unas frases recogidas por Erika Mann, la hija del escritor Thomas Mann, en sus apuntes autobiográficos: «En la naturaleza de los hombres está el amar la vida. Alemania no practica este culto. En el alma alemana, en el arte, la filosofía y la literatura de este pueblo no se comprende lo que es verdaderamente la vida, lo que constituye su magia y su grandeza. Y hay en él una atracción morbosa y satánica por la muerte. Este pueblo ama la muerte». Alemania amó en efecto la muerte, adoró la catástrofe en los años 30 y, según la propia Erika, eso llevaría al país a abrazar [[LINK:TAG|||tag|||633612f059a61a391e0a097e|||el nazismo.]]
Erika se convertiría en una gran luchadora contra la barbarie y en una oradora que hablaba en nombre de la democracia tras la victoria de Hitler. Pasó diez años en el exilio desde 1933: «El periodo crítico de la historia moderna», según sus propias palabras. Y justo abarcó esas fechas un libro que vio la luz en 1956, «Creían que eran libres. Los alemanes, 1933-1945» (editorial Gatopardo, 2022), que no recibió demasiada atención, probablemente por la inercia de la población a intentar olvidar el infierno de la Segunda Guerra Mundial. Su autor era el estadounidense Milton Mayer, de familia judía y todo un pacifista; y un buen día, tras la Segunda Guerra Mundial, decidió viajar a Alemania para estudiar «in situ» las causas del advenimiento y triunfo del nazismo.
El resultado fue este libro, del que Richard J. Evans afirmó que era «un oportuno recordatorio de cómo la gente común y corriente puede sucumbir al hechizo de populistas y demagogos». Así Mayer, 1951, no solamente se mudó a una pequeña ciudad alemana para ver de cerca el nazismo, entendiéndolo como «un movimiento de masas y no la tiranía de unos cuantos seres diabólicos sobre millones de personas indefensas», sino que se hizo amigo de una serie de nazis para ahondar en su investigación: personas con las que conversó y que, aunque no habían ocupado cargos en el partido nacionalsocialistas, eran ciudadanos de a pie a todas luces fascistas. Los llama sus «diez amigos nazis» y eran un sastre, un aprendiz de sastre sin empleo, un ebanista, un vendedor en paro, un estudiante de secundaria, un panadero, un cobrador, un empleado de banca en paro, un profesor y un policía.
Mediante su estudio, vio que parte de la población estaba agradecida a los nazis por haber salvado a Alemania del colapso económico. Mayer, gracias sobre todo a una serie de pastores evangélicos y cuáqueros alemanes, fue contactando con más hombres afines a Hitler hasta que vio claramente que había un número suficientes de sujetos para merecer un examen amplio. Llegó a tal punto su estrategia que evitaba coger el coche para ir a verlos, dando así una imagen de austeridad. En todo caso, no le costó mucho que sus entrevistados hablaran ni evitaran tema alguno: ellos mismos sacaba a colación, a las primeras de cambio, el antisemitismo, que, como dijo Theodor Adorno, era el corazón del nazismo.
En esta línea investigativa aparece ahora el libro «Hitler y los alemanes», de Eric Voegelin (1901-1985), una serie de escritos en que se explica que el régimen nazi no habría triunfado sin la colaboración de muchos ciudadanos alemanes. Su traductor, José María Carabante, en la introducción habla de cómo este profesor natural de Colonia «buscó en sus obras ajustar cuentas con el nazismo», en especial por medio de un curso de 1964 en una universidad de Múnich en que abordó el asunto que luego daría título a su libro. Voegelin criticó sin ambages el racismo de los nacionalsocialistas en los años treinta y emigró a Estados Unidos en 1938, construyendo ensayos que denunciaban el modo en que sus antaño conciudadanos mantuvieron una complicidad con Hitler que no debía ser olvidada. Así las cosas, en estas conferencias que se reúnen ahora se puede conocer cómo Voegelin pone encima de la mesa un tiempo pretérito germano del todo vergonzoso, a lo largo de unas páginas en que se reflexiona sobre el concepto de responsabilidad propia y culpa, sobre la vida social y la justicia, y sobre todo acerca del «pasado no superado» y la connivencia de sus coetáneos con un régimen que intentó llevar a cabo su anhelada Solución Final.
Asimismo, se publica «Tiempo de lobos. Alemania y los alemanes 1945-1955» (traducción de Ibon Zubiaur), de Harald Jähner (1953), que estudió literatura, historia e historia del arte en Friburgo y Berlín y ha sido profesor de periodismo cultural. En su trabajo, ampliamente ilustrado con fotografías, nos lleva a la Alemania de 1945, hecha trizas tras la contienda armada, y con ciudadanos que continúan una vida miserable adaptándose a la nueva situación, que implicaba silenciar su simpatía nazi o incluso inventarse un nuevo nombre y ocupación para pasar inadvertidos. El quid de la cuestión para Jähner es analizar cómo, tras un caos infinito, al cabo de unos diez años resurgió una sociedad alemana recuperada desde el punto de vista económico.
Estamos hablando de un país en el cual, una vez acabó la guerra, el clima de desconcierto era extremo y donde «no funcionaba nada, ni el correo, ni el tren, ni el transporte» y que aún «había hambre y cadáveres bajo los escombros», apunta el autor. El punto era, ciertamente, el hecho de que «en ausencia de un orden estatal, la población dispersa hubo de definir de nuevo la moral y la cohesión social. (…) Apenas cabía llamar sociedad a los cerca de 75 millones de personas que se reunían en el verano de 1945 en el territorio que le quedó a Alemania. Se hablaba de un “tiempo de nadie”, del “tiempo de lobos” en que el hombre se volvió “un lobo para el hombre”». También, en palabras de Jähner, en aquella posguerra alemana, más de la mitad de las personas no estaban donde debían o querían.
Más en concreto, se habla de 9 millones de damnificados por los bombardeos y evacuados, 14 millones de refugiados y desplazados, 10 millones de trabajadores forzosos y presos liberados, a lo que habría que añadir más millones de prisioneros de guerra que iban volviendo a su país. De esta manera, «Tiempo de lobos» cuenta cómo «se dispersó y se reencontró de nuevo ese conglomerado de diseminados, deportados, escapados y supervivientes, y de cómo los camaradas de raza volvieron a ser poco a poco ciudadanos». Además, destaca en todas estas páginas el análisis de la ola de aventurerismo sexual que explotó tras la tragedia de la guerra, como si fuera el momento del hedonismo o de replantearse el modo de mirar la vida y la política; según las estadísticas, las cifras de divorcios aumentaron considerablemente a medida que los soldados o huidos regresaban a casa.
Estos números que reflejan pequeñas historias particulares acaban formando parte de lo más importante de un suceso histórico, de ahí que estas novedades bibliográficas pongan el acento en la forma en que, ingenuamente, los alemanes creían que eran libres, o veían a Hitler como un salvador. Y, por otra parte, qué nuevo valor cobraba la existencia, pues como dijo la periodista Margret Boveri en 1946, se produjo un «tremendo aumento de la vitalidad por la continua proximidad de la muerte», incluso una ilusión, en la experiencia de la pobreza, por lo que en el futuro se podría adquirir. Realmente, «haber escapado a la muerte sumió a los unos en apatía, a otros en una alegría de vivir desconocida y eruptiva», escribe Jähner, quien por otro lado habla de la forma en que el Holocausto desempeñó un papel ínfimo en la conciencia de la mayoría de los alemanes de posguerra: «Algunos sí que eran conscientes de los crímenes en el frente oriental, y se admitía cierta culpa básica por haber iniciado la guerra, pero el asesinato de millones de judíos alemanes y europeos no ocupaba espacio en el pensar ni en el sentir. Solo unos pocos, como el filósofo Karl Jaspers, lo abordaban en público». De repente la palabra «judío» era tabú, y sucedería la omisión y el silenciamiento de los campos de exterminio, incluso tras el final de la guerra.
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DESNAZIFICAR ALEMANIA MEDIANTE EL ARTE
La quinta parte de los edificios de todo Alemania al acabar la guerra estaban derrumbados, como dice Lara Feigel en «El amargo sabor de la victoria». Un caos absoluto del que fueron testigos Ernest Hemingway y Martha Gellhorn, la fotógrafa Lee Miller, o George Orwell, todos «patrocinados por gobiernos que habían previsto que los periodistas formasen parte del esfuerzo de guerra y querían que informaran sobre el poder de sus fuerzas y la brutalidad del enemigo».
A estas figuras se les sumarían actores y cantantes, como Marlene Dietrich, con el objetivo de servir de entretenimiento para las tropas; pero también directores de cine, como Billy Wilder. La idea era que los ocupantes ayudarían no sólo a reconstruir económica y políticamente Alemania, sino también culturalmente. Entre ellos destacó W. H. Auden, «enviado por el gobierno norteamericano para que informase sobre la reacción de los ciudadanos a los daños ocasionados por las bombas».
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