El controvertido escritor, fotógrafo y cineasta Bruce Labruce (Ontario, 1964) constituye uno de los grandes iconos de la contracultura contemporánea. Su combinación de estética punk y pornografía gay -de lo que ha resultado un activismo radical- se gestó en un contexto en el que el universo punk estaba siendo ampliamente contestado por el giro conservador que comenzó a experimentar a partir de la década de los 80. En su génesis, el punk se reveló como un espacio de pluralidad en el que el feminismo y las sexualidades alternativas convivían de una manera natural y revolucionaria. Pero, superado este periodo inicial, dicho ambiente de diversidad cerró su espectro hasta terminar expulsando a todo aquello que no se ajustase a un canon heteronormativo. Fue en plena hegemonía de este marco de regresión donde el insubordinado Bruce Labruce aterrizó en el planeta punk. Mientras el colectivo Riot Grrrl luchaba por reintroducir el feminismo en el núcleo teórico y de acción del punk, Labruce clavaba su primera bandera en la tierra indómita de la contracultura con un proyecto ya mítico: la publicación del cine queer punk “J.D.s”. Con referencia -en este acrónimo- a delincuentes juveniles como James Dean, J. D. Salinger o Jack Daniels, “J.D.s” se estableció como un espacio de marginalidad desde el que contrarrestar las imágenes estilizadas de la homosexualidad suministradas por la industria cultural dominante. Convertido en polo de la escena “queercore” norteamericana, este fanzine supuso el inicio de una trayectoria -escindida en el mundo del cine, de la fotografía, de la moda, de la escritura- trufada de escándalos y de censuras. Aunque el tono explícito de su pornografía gay lo alinea en una genealogía que se remonta a nombres como Andy Warhol o Paul Morrissey, lo cierto es que el universo visual de Labruce se ha singularizado por una estética más agresiva e irreverente que lo convierte, “sensu stricto”, en una línea huérfana dentro de la pornografía gay.
La producción escritural de Bruce Labruce no supone una anécdota dentro de su poliédrica creatividad. La continua necesidad de posicionamiento ante diferentes aspectos de la cultura le ha llevado a poner negro sobre blanco toda una serie de reflexiones y opiniones que, a la postre, resultan reveladoras a la hora de comprender todo su ideario vital y artístico. Dispersos hasta el momento en diversas publicaciones y diarios personales, la editorial Cántico ha publicado una compilación de estos textos bajo el título de “Contra la cultura. El cine, la moda, el porno y el arte desde la mirada radical del creador del cine queer punk”. Aquello que ofrece este volumen no es una teoría contracultural como tal, sino una serie de “fogonazos” sobre diferentes aspectos y productos de la industria cultural, a través de los cuales Labruce da rienda suelta a su visión sin filtros y descarada. El carácter fragmentario del libro no le resta valor a un documento que destaca por su estilo frontal, sin rodeos ni eufemismos. Pese a que Labruce es el paradigma del “outsider” que el “mainstream” intentó fagocitar para incorporar como un valor de resistencia al sistema cultural -ahí esta el caso destacado de Sid Vicious, otro caso de “actitud punk” desactivado por la voracidad de la industria-, aquello que se transparenta en “Contra la cultura” es un comportamiento insobornable que no permite excepciones ni debilidades. El hecho de que Bruce Labruce haya frecuentado fiestas, eventos y personalidades representativos de la industria cinematográfica y artística no ha supuesto su claudicación a esa línea de acción disidente que siempre ha encarnado. Si hubiera que destacar un valor esencial en este libro, no es tanto la construcción de una arquitectura teórica que sirva de armamento contra las embestidas del sistema cuanto la preservación, en todo momento, de un espíritu de libertad y de resistencia que se evidencia en la evitación explícita de lo políticamente correcto.
“Contra la cultura” es un libro que, pese a carecer de una estructura discursiva, reúne tres tipos de textos: las críticas de films; los relatos autobiográficos; y los escritos de carácter más reflexivos. En el primero de los casos, Labruce se centra en películas o directores que la industria hollywoodiense ha saludado como provocadores, pero que, en realidad, expresan una connivencia perversa con todos los valores que él detesta. Un ejemplo meridiano de esta “falsa rebeldía” es el representado por Steven Soderbergh, quien, tras su sobrevalorada “Sexo, mentiras y cintas de vídeo” (1989), se dejó arrollar por el embrujo de lo comercial con un producto como “Erin Brockovich” (2000), sobre el que Labruce muestra toda su acidez y capacidad corrosiva. Por lo que respecta al segundo tipo de escritos -los autobiográficos-, el autor se muestra como un observador externo de aquellos lugares -comunes- en los que la industria cultural se reúne para celebrarse y desplegar su casposo sentido del glamour. Casi como si sirvieran de complemento a estos textos, los ejercicios más reflexivos de Labruce apuntalan ese posicionamiento contrario a los fundamentos de la cultura normativa que permea cada una de sus piezas escriturales.
Con independencia del tenor de los textos y el asunto al que se refieran, la seña de identidad común a todos ellos es la voluntad que se trasluce por encender la polémica, por soltar esa frase-latigazo que despierte la indignación de las mentes aletargadas y más conservadoras. Como el propio Labruce afirma, “uno nunca tiene suficiente mala reputación”. O por si no hubiera quedado lo suficientemente claro: “Sería patético si no fuera un poco transgresor”. En la nota del editor que precede a la introducción, se advierte sin ambages: “Este, por supuesto, no es un libro infantil, sino un manifiesto heterodoxo para mayores de edad sobre cómo desbancar los principales tabúes de la sociedad desde la integridad artística y el espíritu punk”. Lo extraordinario de este afán polemista de Labruce es que jamás lo ha utilizado como una estrategia para la revalorización de su obra en el mercado. Tal y como señaló Courbet en los albores de la modernidad, no hay nada que guste más al burgués que la transgresión; de ahí que muchos “enfants terribles” del arte hayan utilizado la irreverencia para incrementar la cotización de su obra y su deseo de posesión por parte de los coleccionistas.
No hay página en “Contra la cultura” que no contenga una frase o una afirmación controvertida. Labruce desafía continuamente la moralidad imperante con confesiones que atacan el corazón de nuestros convencionalismos: “Si te dijera que anoche me acosté con un chapero con escoliosis condenado por pederastia, ¿me creerías?”; o “me pasa algo extraño con los amputados: me atraen y me repelen a la vez”; e incluso: “No hay mejor mpmento que la Navidad para sacar a relucir tus tendencias masoquistas más extremas”. Uno de los elementos del universo visual de Labruce que más críticas y censuras le han ocasionado ha sido su pulsión sexual por los neonazis. Hablando de una de sus películas protagonizada por un “skinhead”, no duda en sentenciar: “La imaginería nazi sexualizada, que en este caso incluye a un joven ario esparciendo su semilla sobre un ejemplar usado de Mein Kampf, y la fetichización oblicua de la violencia antigay, son, aparentemente, un problema”. La sexualización del “otro enemigo”, perseguido y castigado por la sociedad occidental, ha supuesto uno de los pilares de su iconografía. En este sentido, y a propósito de la figura del terrorista, sentencia: “Los terroristas, por ejemplo, pueden estar entre las criaturas más glamurosas de todas. El inconformismo y la rebeldía casi siempre tienen glamour”. También han resultado controvertidas su empatía con el islám: “Lo que los hombres occidentales encuentran amenazador en el islam (dejando de lado por un momento sus elementos más extremos y represivos) es la facilidad con la que eluden las prohibiciones de sus líderes religiosos en favor de una cierta libertad pansexual”. En resumen, Bruce Labruce despliega, en “Contra la cultura”, la quintaesencia de un radicalismo difícilmente parangonable en el mundo creativo contemporáneo. En una sociedad en la que pocas cosas sorprenden ya, la insobornable libertad de Labruce dejará en shock a muchos de los lectores.