Cuando su padre murió y Carlos tuvo que irse al mostrador de la calle General Polavieja con trece años, tomó sólo una decisión importante: reservar una de las mesas del negocio a perpetuidad para sus compañeros de clase en los Maristas. El día que no iban, mesa vacía. Pero, ¿y si iban? Ellos fueron su escuela. Uno acabó siendo abogado, otro economista, aquel de allí profesor. Carlos, tabernero. El destino le puso esa carrera por delante y él se graduó en la misma orla que los demás. Y luego se doctoró en filosofía sevillana, en saber guardar el secreto de un desconocido, en hablarle al que además de un oloroso quería conversación. Carlos López ha sido un tabernero canónico. Y...
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