Quedó la ignominia sellada al abrigo de una turbia sonrisa. El 23 de agosto de 1939, tan solo nueve jornadas antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial , dos extraños compañeros de viaje se encontraron en Moscú para jurarse lealtad mediante un tratado de no agresión. Tan orgullosos estaban del acuerdo, que inmortalizaron la escena en una instantánea. A un lado, el ministro de Exteriores soviético, Viacheslav Molotov ; al otro, su colega, Joachim von Ribbentrop , representante en la sala del Tercer Reich. Y, tras uno y otro, el padrino más tétrico: el camarada supremo, Iósif Stalin , con un gesto de felicidad bajo el mostacho que no se esfumó ni cuando propuso un brindis en honor de Adolf Hitler : «¡Sé cómo los alemanes aman a su 'Führer' y quiero beber a su salud!». Hoy han pasado ya 85 años de aquella sonrisa que arropó lo que, medio siglo después, ABC describió como «el contubernio de los dictadores». Más de ocho décadas de un tratado que ha quedado grabado en los libros como el Pacto Ribbentrop-Mólotov y cuyas cláusulas secretas, las más vergonzantes, estuvieron ocultas en la trastienda de la URSS hasta 1989. Porque sí, además de jurarse que no arremeterían a nivel militar contra su par durante el futuro conflicto, también se dividieron la vieja Europa del este en «esferas de interés mutuo». En la práctica, los 'hunos y los hotros', que diría Unamuno, se comprometieron a invadir y repartirse territorios clave para la época como Finlandia, Polonia o las Repúblicas Bálticas. Y eso, a pesar de que se odiaban. Pero el pacto entre nazis y comunistas no brotó de la nada; su origen hay que buscarlo en el oscuro periodo de entreguerras. A partir de 1933, el 'Führer' inició la expansión del Tercer Reich por Europa y, apenas seis años después, se hallaba en el cénit de su poder. En abril de 1939 había logrado ya que la comunidad internacional le cediera el territorio de los Sudetes, reclamado por los germanos desde hacía una década, y veía como las grandes potencias –las Francia y Gran Bretaña de rigor–, iniciaban su declive. El dictador se creía, en definitiva, por encima del bien y del mal. «He superado el caos en Alemania, restaurado el orden, incrementado la producción en todos los sectores de nuestra economía y […] rearmado al pueblo», admitió antes del verano. El letargo de las potencias occidentales puso en alerta a los países más pequeños de Europa. Al calor de la llamada ' política del apaciguamiento ', esa ingenua idea británica de cumplir todos los deseos germanos para esquivar la guerra, Hitler se hizo con Lituania y exigió a Polonia la devolución de los territorios que, o eso decía, pertenecían al Imperio alemán. Por su parte, el gobierno de Varsovia hizo trizas la tendencia inglesa al negarse en redondo. Y así, atados por los acontecimientos, el 'premiere' Neville Chamberlain y su homólogo galo no tuvieron más remedio que prometerles su ayuda en caso de invasión; aquello de la vergüenza torera. A la par, solicitaron al 'Führer' firmar un pacto de no agresión para atarle en corto, pero este lo rechazó. Pintaban bastos. En esa escalada de tensión, la Unión Soviética, con sus tres centenares de divisiones prestas para el combate, se convirtió en el deseo húmedo de Occidente. Todo ello, para disgusto de unos polacos resabiados tras años de conflicto soterrado. «Con los alemanes arriesgamos nuestra libertad, con los rusos, nuestra alma», afirmaban desde el gobierno de Varsovia. Ya en pleno verano, quizá demasiado tarde, ingleses y británicos enviaron una delegación a Moscú para solicitar una alianza al camarada supremo. Craso error. En la reunión , los hombres de Stalin se percataron de las limitaciones de sus ejércitos en el continente y entendieron que el Tercer Reich era la verdadera potencia militar. Cuenta el historiador Álvaro Lozano en su ensayo 'La Alemania nazi' que, cuando los representantes rusos preguntaron a sus homólogos británicos por la cantidad de divisiones que podían movilizar para enfrentarse a Alemania, exigieron al intérprete que corroborara la cifra… ¡Solo cuatro! Un número irrisorio que no lograba maquillar el centenar que los franceses podían ubicar sobre el tablero. Stalin entendió que con aquellos mimbres no podía hacer una cesta y negó su ayuda. El único 'as' que le quedaba a Chamberlain era la convicción de que, al menos sobre el papel, era imposible una alianza entre la Unión Soviética y la anticomunista Alemania nazi. Llevaba razón en este caso el inocente Chamberlain: la alianza parecía imposible. Por un lado, Stalin se había definido ante la comunidad internacional como el máximo enemigo del fascismo que representaba el 'Führer'. Por otro, Hitler ya había dejado constancia en su 'Mein Kampf' de que el judeo-bolchevismo era el origen de los males de Europa y de que Alemania debía hacerse con el ansiado ' Lebensraum ', el espacio vital que creía que le habían arrebatado al Reich tras la Primera Guerra Mundial en el Este. En este libro, escrito ya en 1924, afirmaba que su país necesitaba nuevos territorios en el viejo continente, y que, «si se quiere hacer en Europa, no podrá hacerse sino a costa de Rusia». El capítulo catorce, dedicado a la «orientación política hacia el Este», suponía el culmen de estas ideas. En el mismo hacía referencia a que era imposible que Rusia y Alemania fueran aliadas alguna vez. «Fuera de todo esto, no debe olvidarse jamás que el judío internacional, soberano absoluto de la Rusia de hoy, no ve en Alemania un aliado posible, sino sólo un Estado predestinado a la misma suerte política. Alemania constituye para el bolchevismo el gran objetivo inmediato de su lucha ». Por ello, llamaba a «arrancar de una vez a nuestro pueblo de la estrangulación de esta serpiente internacional» atacándola en su madriguera. Para colmo, en su calenturienta mente planeaba someter a las clases dirigentes estalinistas y crear en la URSS una suerte de haciendas dirigidas por una burguesía germana y labradas por esclavos rusos. Pero los intereses superaron la paradoja y, ya en junio, los soviéticos –porque sí, ellos fueron los primeros–, acercaron posturas con Alemania para firmar un pacto que uniera a sus dos países. El profesor e historiador Enrique Brahm García corrobora en 'Hitler y la Segunda Guerra Mundial' que el ruso, aislado como estaba en Occidente y en mitad de una guerra contra Japón al otro extremo del mundo, suspiraba por estabilizar su frágil imperio. El 'Führer', que mucho tenía que perder tras haber firmado un pacto anticomunista con italianos y nipones, se dejó querer y vendió a sus aliados que el tratado se sustentaría solo en pilares económicos. Tras los focos, sin embargo, dejó cristalino que aquello no era más que «un tratado con Satán para expulsar al demonio». Las negociaciones se sucedieron a toda velocidad. En julio, Ribbentrop se mostró partidario de viajar a Moscú para firmar un pacto de no agresión entre ambas potencias. Molotov aceptó de buen grado, pero insistió en la necesidad de incluir un protocolo especial que uniera, todavía más, a unos y otros. Un mes después, el 20 de agosto, y a sabiendas de que Alemania había puesto ya fecha a la invasión de Polonia , el embajador teutón fue llamado al Kremlin, donde se le entregó un borrador del documento y se le pidió que la reunión definitiva se celebrase entre el 26 y el 27. Pero Hitler, siempre ansioso, adelantó la fecha al 23. Los angloamericanos, que todavía intentaban atraer a su bando a la URSS, entendieron que no podían ofrecer a los soviéticos las prebendas que entregaba el 'Führer' y se retiraron. Así fue como se selló el destino de Europa con un pacto que, para muchos historiadores, blindó la invasión de Polonia y marcó el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El mismo 23 de agosto, Von Ribbentrop, el titular de la ' Wilhelmstrasse ', sede del Ministerio de Relaciones Exteriores del Reich, arribó a la capital rusa en un avión trimotor. Fue recibido a las afueras y se dirigió de inmediato a las oficinas del Kremlin, donde le esperaban Stalin y Molotov, Comisario del Pueblo para los Asuntos Exteriores . La firma se produjo esa misma noche y tuvo una validez de diez años, aunque con capacidad para prorrogarse otros cinco. Tras la foto, se celebró un banquete hasta la madrugada que terminó con el brindis del camarada supremo. El texto supuso la venta de Europa y constó de dos partes. La primera, la que se hizo pública, afirmaba que «el gobierno del Reich alemán y el de la URSS, guiados por el deseo de fortalecer la causa de la paz», se obligaban a «abstenerse de todo acto de violencia y de toda maniobra agresiva». A su vez, determinaba que, en el caso de una de que una de las partes firmantes fuese «objetos de agresiones militares por parte de una tercera potencia», la otra se comprometía a «no prestar apoyo de ningún tipo a esta tercera potencia». Por último, establecía que ninguno de los dos podría participar en «asociaciones internacionales» dirigidas contra su nuevo aliado. Pero aquello no fue todo. De puertas para adentro elaboraron aquel ansiado protocolo secreto en el que se comprometían a repartirse Europa en dos hemisferios una vez que arrancara el conflicto que se barruntaba. «En el caso que se produjera una modificación territorial y política en los Estados Bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania), la frontera norte de Lituania constituiría simultáneamente el límite de las zonas de influencia de Alemania y de la URSS», establecía uno de los artículos. A su vez, centraron sus miradas en la división de Polonia una vez que la invasión hubiese culminado: «El límite Alemania y la URSS seguirá de forma sensible el curso de los ríos Pissa, Narev, Vístula y San». Sabían de sobra, y sin duda, que asaltarían a sus vecinos unas semanas después. El pacto no se limitó a partir Europa. La Unión Soviética acordó suministrar a Alemania 865.000 toneladas de petróleo, casi 650.000 de madera, 14.000 de magnesio y un millón y medio de grano, además de otras materias primas esenciales. Los soviéticos también compraron en el mercado internacional materiales necesarios para Hitler como 54.400 toneladas de caucho. En lo militar, mientras el tratado estaba vigente, Stalin cedió también bases navales al Reich, envió informes meteorológicos para facilitar los ataques aéreos y permitió el intercambio de tecnología armamentística. El 'Führer', a pesar de que se había comprometido a lo mismo, supo darle evasivas a su colega. Aun siendo una de las vencedoras del conflicto, la Unión Soviética negó durante décadas la existencia de dichas cláusulas. No fue hasta agosto de 1989 –cincuenta años después de la firma del acuerdo– cuando el gobierno soviético presidido por Gorbachov reconoció que esos artículos ocultos planificaban el «reparto» nazi-soviético de Europa Oriental.
