«Lo podemos llamar ‘‘Hitler d’or, ciudad de vacaciones’’, eh», dijo el ocurrente nazi cuadrándose como un playmobil. Robert Ley, jefe del Frente Alemán del Trabajo, el sindicato único del Tercer Reich, miró al meritorio de arriba abajo. Estaba hasta los «strudel» de tanto pelota. Pasaban el día ocupados en distraer a los obreros alemanes, que si teatro bauhaus, venga ahora una excursión por el Bosque Negro, anda no hay nibelungos, los han robado los judíos, Hitler los va a poner, si Odín levantara la cabeza. Bah. No le dejaban hacer nada importante. Era frustrante.
Robert Ley se creía destinado a algo grande. Había sido piloto durante la [[LINK:TAG|||tag|||63361a0687d98e3342b273fb|||Gran Guerra ]]y luego Gauleiter de Renania durante los años de la República, vamos, gobernador. Por las mañanas se miraba al espejo y se veía feo. Un bigotillo rácano le caía de la nariz como el musgo en una roca de cenagal. Su frente había hecho un «lebensraum» sobre su cráneo, ocupando espacio vital hasta el polo norte. Prefería las fotos de perfil o haciéndose el distraído porque tenía un ojo mirando a Polonia y otro a los Sudetes. Por las noches tenía pesadillas. Soñaba que un tribunal de aliados le juzgaba en Núremberg por crímenes contra la Humanidad y acababa ahorcado. Qué cosas.
«¿Cómo va nuestro programa ‘‘Fuerza a través de la Alegría’’?», preguntó Robert Ley para salir de sus pensamientos. Aquel verano de 1937 era muy caluroso en Berlín. Es cierto que las hogueras nocturnas para quemar libros y los paseos con antorchas daban un calor mortal, pero esas altas temperaturas eran por culpa de los judíos y de su cambio climático para la dominación mundial. «¡Excelencia! –exclamó el meritorio–. Todo progresa adecuadamente».
El nazi que Robert tenía delante sacó un expediente y comenzó a leer. Los obreros alemanes, con una modesta cuota del 1,5% de su salario, disfrutaban de grandes diversiones después del trabajo gracias al Führer. Había quien decía que lo habían copiado de Mussolini y su programa «Opera Nazionale Dopolavoro», que organizaba partidos de fútbol. Paparruchas. «El NSDAP es más que un club», solía decir Robert a sus invitados a sus fiestas en casa para hacer unas risas.
El jefe del Frente Alemán del Trabajo estaba muy satisfecho de su labor. Publicó en 1936 su obra cumbre, titulada «Alemania se ha vuelto más bella», con páginas y páginas de letras góticas, e ilustrado con magníficas imágenes de apolíneos ejemplares arios. Las fotos eran recatadas. No quería acabar como Ernst Röhm, líder de las Tropas de Asalto, asesinado tras una noche de sexo distraído con otros varones. «Venga –dijo Robert Ley–, deje la propaganda para Goebbels y dígame qué hemos hecho». Habían desarrollado un plan de descuentos para excursiones por el campo y la ciudad. Los destinos más demandados eran Berlín y Múnich, aunque también tenían cruceros a España, Italia y Noruega. Iban a conciertos de las óperas de Wagner, o a escuchar al tenor Richard Tauber, acompañado de Franz Lehár al frente de la Staatsoper de Berlín. También tenían entradas para las piscinas públicas, que estaban más despejadas desde que habían prohibido la entrada a los judíos.
«Ya, ya –interrumpió Robert Ley–, pero qué hay de esa ciudad de vacaciones». El plan era construir un balneario en Prora, en la isla de Rügen, a orillas del Báltico. Podrían acudir unos 20.000 trabajadores. «A ver, enséñeme los planos», ordenó el jefe del sindicato único. El meritorio corrió hacia un fichero, abrió el cajón con la etiqueta «Hitler d’or», y sacó un plano azul con líneas blancas. Lo desplegó en la mesa de Ley con sumo cuidado, como si fuera el detonador de una bomba, y puso un dedo sobre un largo rectángulo. «Este es el edificio», dijo nervioso. Aquello parecía un peine con pocas púas, la boca sonriente de un desdentado, los barracones de un campo de concentración.
El complejo vacacional se extendía sobre cuatro kilómetros y medio de la costa, con sus acantilados de tiza blanca. Tenía delante una larguísima playa, limpia, pura, creadora, vivificante, como la sangre del mismísimo Führer. Detrás, un bosque de coníferas digno de Sigfrido, o quizás de Thor. «Es fantástico –dijo el meritorio–. Allí podremos formar a los jóvenes alemanes. Los padres podrán pasear en bicicleta, que no contamina y crea mentes y cuerpos fuertes. Eso sí, los baños serán comunes. La familia es una construcción burguesa heteropatriarcal y nosotros somos un pueblo».
Los dos levantaron la vista del plano. «Será la envidia del mundo entero», afirmó finalmente Robert Ley. «Por supuesto, excelencia. Es obra de Clemens Klotz, que recibió el año pasado, en 1937, la medalla de oro al diseño en la Exposición Internacional de París». «Oh, París –dijo Robert–. Qué pena que el Sena esté tan contaminado. Estoy seguro de que ‘‘Hitler d’or’’… digo, Prora será mejor para nadar».