Hace muchos, pero muchos siglos, en el castillo de Olite se criaron perros de caza, caballos y todo tipo de animales de granja para llenar de carne la enorme despensa de su cocina. Lo típico: vacas, ovejas, cabras, gallinas y cerdos. Sin embargo, entre sus muros también corrieron gamos, lobos, jabalíes, cisnes, avestruces, liebres, una jirafa, un dromedario, monos, ciervos, cotorras, pavos reales, grullas, serpientes, tortugas, una nutrida colección de halcones, ocelotes, antílopes, leones y hasta búfalos. Todos, para entretener a los Reyes de Navarra y sus ilustres invitados. Bienvenidos al mayor zoológico de Europa en la Edad Media. En realidad, la presencia en cautividad de estos animales exóticos no era del todo excepcional. Los condes de Barcelona criaron grandes felinos en el Palacio Real Menor de la Ciudad Condal. La residencia de Enrique IV en Segovia tuvo una leonera. Se cuenta, además, que el mismo monarca guardó osos en el foso que abrió en el alcázar de dicha ciudad, que visitaban los feligreses camino de la catedral para lanzarles comida. Pero nada de eso fue tan espectacular como la gigantesca muestra de animales del Palacio de Olite, donde llegaron a construir un dragón mecánico para disfrute de los infantes. En época romana, la localidad navarra había contado con un recinto amurallado, en cuyo extremo se erigió después un pequeño castillo de planta rectangular. Parte de él fue transformado recientemente en un parador nacional. En el siglo XIII, se erigió al lado la iglesia de Santa María y, a partir de ella, en el XIV, el impresionante castillo-palacio que se convirtió en la envidia de Europa. «La capital del Reino de Navarra era Pamplona y Carlos III decidió construir dos castillos más, uno en Tafalla y otro en Olite, para alejarse del ambiente cargado de dicha ciudad. Quería estar a sus anchas y hacer fiestas. Del de Tafalla no queda una sola piedra, ni planos ni nada. El de Olite, por lo menos, conservó sus ruinas y se pudo reconstruir», explica a ABC Miguel Sobrino, autor de 'Castillos y murallas' (La Esfera de los Libros, 2022). Aunque se encontraba en un pueblo de solo cuatro mil habitantes, el Palacio Real de Olite fue una de las fortalezas más lujosas de Europa durante la Baja Edad Media. Cuando Carlos III se hizo con el trono de Navarra en 1387, sus muros albergaron una de las cortes más refinadas del continente. Por sus salones pasaron numerosos personajes –eruditos, artistas, literatos, bufones, astrólogos y prestidigitadores–, que convirtieron el edificio en un reflejo de la creatividad del Rey. Carlos III se alejó del carácter más militar de su padre, a pesar de reinar en medio de la convulsa Guerra de los Cien Años y de sufrir los estragos de la peste negra con sus más de 50 millones de muertos. A continuación, convirtió Olite en la capital oficiosa del Reino. Celebró sesiones de cortes en el castillo, pero sobre todo ferias y fiestas multitudinarias en un ambiente continuo de celebración donde el vino y el «agua rosa», lícor fabricado allí, corría a raudales. «La vida dentro era muy divertida. La fortaleza nunca tuvo una función militar, más bien cultural y festiva, para el esparcimiento. Como máquina militar fue muy poco eficaz. Se dice que, incluso, se celebraron corridas de toros en su interior. En el libro cuento que el origen de las plazas de toros estaba en los patios de armas de los castillos, que en ese momento eran cuadrados o rectangulares. No fue hasta el siglo XVIII cuando se empezaron a construir las plazas redondas similares a las que conocemos hoy», añade Sobrino. El castillo destacó también por ser el lugar donde se educó al nieto de Carlos III, también llamado Carlos, hijo de la Reina de Navarra, Blanca I, y el Rey de Aragón, Juan II. Los primeros veinte años de su vida transcurrieron de modo apacible, al amparo de aquellos muros y la afectuosa personalidad de su madre, dedicado al cultivo de las letras y las artes. En su infancia y adolescencia, el príncipe disfrutó no solo del zoológico, sino de la mejor educación, hasta convertirse en un respetado traductor de Aristóteles y autor de la 'Crónica de los Reyes de Navarra'. En el siglo XVI, el castillo de Olite quedó incorporado al ducado de Alba y sirvió de residencia ocasional a virreyes y monarcas como Felipe II o Felipe IV, hasta que su esplendor fue cayendo poco a poco. Sufrió varios incendios, pero en lo esencial, su estructura quedó prácticamente intacta, hasta que Napoleón invadió España y comenzó la Guerra de Independencia. Las iglesias de la localidad fueron arrasadas y expoliadas por el invasor y los vecinos empujados a la pobreza. Sufrieron también varias epidemias y alguna riada histórica, pero el mayor daño se lo provocó Espoz y Mina . El militar español ordenó quemarlo y destruirlo tras la entrada de Wellington en la localidad, para evitar que lo utilizase el enemigo. Así lo explicó él en una carta al general Mendizábal: «Concluida la operación [de destruir el castillo de Tafalla], he mandado destruir el fuerte y demoler todas las obras de fortificación, así como un convento inmediato y un palacio contiguo por considerar que los franceses podrían establecer allí. También he ejecutado otro convento y el palacio de Olite, a fin de tener expedita la carretera desde Pamplona a Tudela y evitar que el enemigo se cobije». Ardieron como una tea los artesonados y arabescos de los techos, así como las paredes que habían vencido al paso del tiempo. Las llamas reventaron las vidrieras y las filigranas de la piedra. Los árboles y las plantas quedaron calcinados y las cubiertas de plomo y los herrajes se fundieron para fabricar balas. Algunos investigadores creen que Espoz y Mina se ensañó con el castillo de Olite no por razones estratégicas, sino para vengarse de la familia Ezpeleta, que tenía encomendada la custodia del monumento a perpetuidad. Sea como fuere, la fortaleza quedó en ruinas, sometida al más absoluto expolio durante un siglo. «Cuando el sol brilla y perfila de oro las almenas, aún parece que se ven tremolar los estandartes y lanzar chispas de fuego los acerados almetes; cuando el crepúsculo baña las ruinas en un tinte violado y misterioso, aún parece que la brisa de la tarde murmura una canción», escribió Gustavo Adolfo Bécquer tras pasear por sus restos, imaginando el esplendor pasado. Pero lo cierto es que la degradación del edificio fue total, hasta desaparecer por completo los restos de madera, las rejas y los alicatados. Finalmente, la Diputación Foral de Navarra adquirió las ruinas en 1913 y, tras declararlo monumento nacional, le encargó los trabajos de restauración a José Yarnoz Larrosa. En su primera visita, el arquitecto se sorprendió al encontrar solo el esqueleto del antiguo castillo, que supo reconstruir siguiendo las pistas de su estructura. «Lo cierto es que su arquitectura es deslumbrante. Solo con ver la silueta de la fortaleza, que se conserva prácticamente igual que en su origen, es impresionante. Es totalmente irregular, como si se hubiera construido de manera caprichosa, anárquica, sin buscar la simetría. Es una explosión de formas, como un juego que llama la atención de todo el mundo. Es como si cada ventana se hubiese puesto de cualquier manera, mientras una torre se levanta en un sitio insospechado sin que haya otra igual. Si a eso le unes la vida que había en su interior, Olite se aleja de la imagen oscura e ingrata que se asocia con los castillos», concluye Sobrino.