La breve historia que voy a contar ocurrió a mediados del gobierno de Alejandro Toledo. Beatriz Merino acababa de dejar de ser premier. Estaba simplemente caminando por un centro comercial y decidió sentarse, exhausta, en la parte externa de un bar en Miraflores. El público, jóvenes entre los 30 y los 40 años, decidió dejar de escuchar a la banda de música que allí estaba tocando para voltear hacia ella y estallar en una sonora ola de aplausos espontáneos. Ella miró hacia el local con una sonrisa y agradeció el estallido con un leve saludo de manos. Luego se puso de pie muy despacio, como quien se permite disfrutar ese calor por unos momentos, antes de continuar el camino a casa.
El evento fue real. Ocurrió y fui testigo de esta corta historia. Y ocurrió espontáneamente. Nadie podría pretender que esa expresión de afecto fuera el resultado de un acuerdo colectivo entre la señora Merino y los jóvenes asistentes a ese local sobre los fundamentos de alguna decisión política en particular. Nadie diría que fue una escena impostada o inducida por partidarios de alguna organización en particular. Quien haya estado allí puede confirmar que no hubo acuerdo previo ni planeamiento alguno. Y claro, nadie podría pretender que esa escena convierta a Beatriz Merino en una personalidad indiscutible para siempre, ni siquiera que lo haya sido por completo durante ese momento. Lo que ocurrió esa noche solo puede explicarse de una manera: la señora Merino había logrado en ese momento algo que debería haberse mantenido en el núcleo orgánico de lo que significa hacer política: la conexión con las personas.
La política consiste, o debería consistir, en representar personas. Y representar es algo que solo se alcanza con el cuidado que requiere mantener una conexión viva con las mujeres y los hombres por quienes se trabaja. La representación supone la construcción de una malla de relaciones de confianza, no solo de interés, orientadas hacia colectivos definidos de manera concreta. Se trata de reconocer y ser reconocido por personas con nombres y apellidos. La representación supone una relación que se construye con base en un estar-presente que no puede fingirse ni reemplazarse con una portátil ni ganarse acumulando insultos y gritos destemplados contra otros u otras.
Recuerdo esta escena porque no querría insistir en los detalles de aquella otra que hemos venido discutiendo en estos días hasta el hartazgo. Me refiero al rechazo que provocó la presencia de la señora Chirinos en La Noche de Barranco en la madrugada del 4 de agosto. Creo que ya vimos esos videos lo suficiente. No voy a regresar entonces sobre el vaso inaceptablemente lanzado a su mesa, ni sobre el sentido del dedo medio alzado o el insulto al público que pobló a ese dedo de sentido y a su portadora de identidad. Eso ya lo vimos todos y todas. En lo que quiero reparar es en la forma en que la escena reproduce elementos que estuvieron instalados también en el jalón de pelos que Boluarte recibió en Ayacucho en enero de este año, en el rechazo que la ministra Urteaga tuvo que soportar en Puno en febrero, y el abucheo y rechazo espontáneo que acompañó la presentación del gobernador Acuña hace solo unos días cuando presentó su “biografía autorizada” en la Feria del Libro de este año.
Los personajes que integran el gobierno o controlan la mayoría en el Congreso están acumulando, les guste oírlo o no, un nivel de rechazo de tal envergadura que está llamado a rebasar la opinión expresada en espacios cerrados o en post publicados en redes sociales. En el absoluto abandono que practican a cualquier forma de empatía o búsqueda de contacto con la ciudadanía, quienes manejan los dos poderes elegidos están exponiéndose sin notarlo a escenas en las que se les señala y se les condena en público sin que sea necesario ningún plan. Es imprescindible observar que mientras estas explosiones sean espontáneas, mientras estén desprovistas de elementos que indiquen un montaje, una dirección o una organización previa y, por supuesto, mientras no se desborden hacia ataques físicos, ellas no pueden ser calificadas bajo ninguna regla del Código Penal.
No debemos buscar delitos donde no vamos a encontrarlos. Aquí los problemas tienen sin duda otra envergadura.
Así como se agradecen los aplausos, debe tolerarse las muestras colectivas de desaprobación, nos guste o no. El protocolo de reacción en estos casos, lo empleó el local de La Noche en Barranco, supone organizar una línea de protección a la seguridad de la persona desaprobada y utilizar los dispositivos de control de imágenes para registrar cualquier exceso que desborde la línea de necesaria tolerancia a la explosión espontánea del público. A estos dos protocolos puede agregarse el uso de los equipos de sonido del local para lanzar mensajes que adviertan que los hechos están siendo registrados y llamar a la calma a quienes están explotando. No vendría mal estandarizar estos protocolos y hacerlos obligatorios. Pero mientras la desaprobación del público no esté relacionada a la etnia o condición de género de la persona desaprobada; mientras la desaprobación se refiera a su desempeño en la política o en otras actividades públicas, la explosión debe ser tolerada.
Encuentro de hecho que las escenas de desaprobación espontánea están llamadas a multiplicarse en nuestro medio. Como la protesta, aunque ella en nuestro caso parece contenida por una serie de factores, la desaprobación espontánea crece en cantidades proporcionales a la desaprobación que vienen acumulando los personajes de la política oficial. No vamos a contenerlas ni a hacerlas desaparecer forzando reglas del Código Penal para presentarlas como delitos. No lo son.
Intentar convertir estas escenas en crímenes sería tan ineficiente como echar gasolina al fuego que uno mismo ha encendido.