Cuba es su gente, más allá de esa imagen allende fronteras que nos traduce en tabaco y ron. Puede un cubano distinguirse en cualquier país del mundo por su frescura, el desenvolvimiento y esa capacidad de creerse originario del centro del universo, aun cuando sepamos que nuestro archipiélago es apenas un punto en la geografía mundial.
Y si bien fuera de Cuba sabemos imponer con orgullo nuestros orígenes, falta a mi entender que desde dentro defendamos también con vehemencia a la Mayor de las Antillas, a nuestros orígenes y a ese pasado que nos hizo ser cuanto somos, orgullosos, indomables, emprendedores, pero también desprendidos, solidarios, innovadores, creativos…
Contrasta la pasión con que abrazamos la bandera desde fuera, con el desdeño que a veces se muestra en ciertos espacios ante ese mismo símbolo, alzado con poco ánimo en escenarios nacionales.
Y si duele ver el desdeño por la bandera propia, más infame resulta ver a algunos abrazados a otra con fervor, cuando siquiera fueron capaces de llevar con orgullo la suya. Migración no significa traición ni olvido, pero abrazar otra enseña por quedar bien y ganar simpatías es, cuando menos, traicionarse a uno mismo.
Igual ocurre con las prendas de vestir o accesorios como gorras o pañuelos, ataviados con símbolos extranjeros cual si los nuestros no existieran. Aquí vale siempre la aclaración de que urgen acciones para que los símbolos nuestros acompañen más a los cubanos en su bregar diario, pues acceder a banderas, gorras o accesorios alegóricos a nuestro país resultan, por su precio, inaccesibles para la mayoría.
A Cuba hay que amarla y defenderla, con sus luces y sombras, como se defiende a una madre, porque fue en un lugar de su geografía que descubrimos el mundo por vez primera. Tras el primer llanto comenzamos a respirar aquí; fue su naturaleza la que nos brindó los primeros frutos para alimentarnos, y en el árbol de nuestra genealogía la sangre cubana prevalece, amén de las mezclas.
En una escuela cualquiera, urbana o rural, encontramos maestros y bebimos de su savia, compartimos la merienda, reímos, jugamos. Y allá en otra esquina conocimos el primer amor, o sentimos el sabor amargo de una decepción.
Todos esos instantes y lugares han hecho de cada uno de nosotros lo que es un CUBANO, así en mayúsculas, como en mayúsculas nos sentimos al decir nuestro origen y defender las características que nos hacen únicos en el mundo.
Por eso nuestro tabaco seguirá siendo el mejor, aun cuando ni siquiera lo hayamos probado, y nada supera al Ron Havana Club. Bajo ese mismo criterio egocentrista, somos los mejores bailadores, los mejores deportistas y nuestra capacidad para el humor es increíble, al punto de hacer de nuestros problemas un punto de partida para la risa.
Ahí no se queda la superioridad cubana. Hasta científicos somos si del tema se habla, y apartando la jocosidad, es loable la capacidad innovadora del cubano para sortear obstáculos y sobreponerse a las carencias para salir adelante.
Aquí no somos reyes, pero nos sobran motivos para sentir orgullo, y ese sentimiento tiene que aflorar en todos los espacios. No podemos esperar a salir de Cuba para exteriorizar ese amor. A Cuba se le quiere mejor desde adentro, pues solo ese amor puede ser impulso ante las carencias, el combustible para generar ideas transformadoras, el aliciente para enfrentar los tiempos por duros que sean.
Cuba no puede llevarse solo dentro, para sacarla afuera. Hay que sentir muy hondamente esa marca país, ese triángulo rojo con la estrella en medio y el letrero Cuba en azul que nos identifica más allá de las fronteras y estremece el pecho al punto de sacar las lágrimas.