Por ELIZABETH ROJAS PERNÍA
La reconstrucción de Venezuela ya se había iniciado con el enorme esfuerzo que significó la reunificación del país político: ciudadanos y líderes democráticos. Ahora, nos toca iniciar el trabajo de desescombrar —sí, remover los escombros— que ha dejado la actuación del Consejo Nacional Electoral. Escombros que incluyen muertos, secuestrados, apresados, perseguidos y amenazados, pero también el derrumbe de cualquier vestigio de legitimidad.
Reflexionar sobre lo ocurrido —en la medida en que el asombro, el dolor, la rabia, la frustración o el temor lo vayan permitiendo— significa mirar desde lo alto y, a la vez, desde lo profundo en búsqueda de alguna comprensión, de algún sentido.
Desde lo alto, vemos a un país que pasó, en pocas horas, de estar abarrotado de gentes jubilosas en las calles, anticipando una victoria, sintiendo ya en sus huesos la reivindicación y redimiéndose a sí mismos por haber despertado de un largo letargo (que nunca fue total, no faltaron atisbos del engaño), y de reafirmar las ganas de que la Democracia sea nuestra forma de vida yendo a votar masivamente, a estar gritando de furia, golpeando por frustración y llorando frente a lo incomprensible. Desde lo alto, también, vemos a un país incendiado, reaccionado con fiereza ante el delito electoral cometido sin ningún pudor; enfrentando las fuerzas represivas —que hace mucho dejaron de ser cuerpos de seguridad ciudadana—, y despachando los símbolos, que durante mucho tiempo veneraron con fervor cuasi religioso, hasta volverlos, precisamente, escombros, en una serie de manifestaciones que parecen conjugar la fuerza de la convicción del triunfo obtenido con la indignación por el despojo.
¿Y qué podemos empezar a atisbar desde lo profundo? ¿Qué sentido se asoma desde lo no evidente? Que pareciera que la única manera de exorcizar esas fuerzas que se impusieron y aplastaron a un país entero, pasa por expurgar la ingenuidad —no somos ajenos los venezolanos a lo que el espejo no has puesto enfrente agrandado hasta la deformidad—; por desechar —ojalá que por mucho, mucho tiempo, ya que es demasiado aspirar a que sea para siempre— la tendencia a entregar a un líder salvador, o populista a secas, o al Estado, los destinos individuales y colectivos, mediante la obediencia ciega —la otra casa del poder como dominación—; o por reconocer el grado en el cual cada quien se acercó embelesado a los cantos de encarnadas sirenas, yacieron con ellas, o nadaron veloces en sentido contrario cuando vieron sus horrendos rostros, los verdaderos.
Desde lo profundo, es imperioso evitar que la maldad, que llevamos décadas atestiguando y padeciendo, se vuelva maldad propia en horas tan convulsas. La poseemos, no somos ángeles, pero necesitamos hacer el trabajo de mantenerla a raya, y dejando siempre espacio para su opuesto, si no queremos caer en el pozo de la indiferenciación frente a lo que sentimos detestar. Discernir entre justicia, desagravio, legalidad, civilidad, y venganza, retaliación, desenfreno y voracidad (de sangre, por ejemplo) es fundamental en estos tiempos. Hacer de la indignación la energía que invoque la justicia, es vital; evitar que la ira nos asfixie, es más vital aún.
II
Los venezolanos podemos convertir este descalabro en el fuelle para seguir transformando el estiércol en fertilizante, o mejor aún, el plomo —que literal y simbólicamente seguimos recibiendo— en oro, si nos adentramos en las posibilidades alquímicas que esta coyuntura histórica posee. Y ello supone desechar cualquier duda sobre lo que es, sigue siendo, posible para esta sociedad que gritó, más de 6 millones de veces, que está decidida a recuperar la Democracia y la Libertad. Ya lo reiteramos rotundamente días después de la negrura del 29J, cuando el 3 de agosto millones de ciudadanos salieron nuevamente a las calles de todo el país —y del mundo—, convocados por un liderazgo que sigue actuando desde lo estratégico —o lo que es lo mismo, sin impulsividades riesgosas—, a reafirmar su certeza de haber ganado limpiamente los comicios presidenciales, y su disposición, en consecuencia, a detener la transgresión electoral.
Sin embargo, tengamos muy presente lo que significa el trabajo de conjurar la sumisión, según lo plantea Wilhelm Reich en su libro Psicología de masas del fascismo: “La evolución hacia la libertad exige una brutal ausencia de ilusiones, pues solo entonces logrará eliminar la irracionalidad en las masas humanas y restablecer en ellas la capacidad de asumir su responsabilidad y de ser libres”. Ausencia de ilusiones. ¿No sabemos ya a qué nos condujo el exceso iluso?
Y hay que decirlo claramente: que eso se haga realidad demanda el esfuerzo individual de reflexionar sobre las inferioridades psicológicas que llevaron a gran parte de la sociedad venezolana a entregar 40 años de Democracia a quien prometió salvarnos. ¿Qué nos dice esta entrega masiva, histérica, ciega, devenida en tragedia? Las respuestas urgen, pero démonos el tiempo de incubarlas. Ya sabemos, dolorosamente, que no todo se dirime en la calle, y más aún, que no todo lo resuelve el individuo que detenta el poder. Ninguno. Y puede que nos ayude, en esas indagaciones tan necesarias, asimilar aquellas otras palabras escritas en el S XVI, en el famoso Discurso sobre la servidumbre voluntaria, por Étienne de la Boétie: “Por el momento, sólo desearía comprender cómo es posible que tantos hombres, tantas aldeas, tantas ciudades y tantas naciones muchas veces soporten un solo tirano que no tiene más poder que el que le dan; que no es capaz de dañarlos sino en la medida en que quieran soportarlo, y que no podría hacerles ningún mal si no prefirieran sufrirlo en vez de contradecirlo”. Intentemos comprender.
III
Ocurrió una calamidad el 29 J. A veces, sólo con un golpe tal es posible restablecer la salud colectiva, que empezó a pervertirse cuando se inició la confiscación calculada del sentido de autopreservación y de responsabilidad individual, promesas mesiánicas mediante. Ahora, no empujemos este proceso de sanación individual y colectiva confundiendo los tiempos, por más prisa y ganas que tengamos de llegar a la otra orilla, la de la dignidad. Los tiempos lineales, secuenciales, cronológicos —kronos— no son iguales a los tiempos que señalan el momento oportuno para que algo ocurra —kairós— (como cuando el arquero siente, sabe, que es el momento propicio, que está preparado, para lanzar su flecha y dar en el blanco). Tener presente esta importante diferencia se hace imperioso para no apurar el parto, el parto de la República rescatada y reivindicada. Y para calmar esa prisa que se agolpa en el pecho y que quiere que el tiempo corra, ¿nos serviría, acaso, meditar en la sabiduría contenida en estas palabras de R.M. Rilke?: “…deje que la vida vaya sucediendo y traiga lo que tenga que traer. Créame, la vida siempre, siempre tiene razón”. Aunque a nuestro pequeño yo le cueste tragar al escucharlas, quizás, quizás, el poeta tenga algo de razón…
Pese a que en algunos ámbitos la esperanza tiene mala prensa —por un apego excesivo, literal, a una única definición de este término—, cuando la sentimos como una suerte de honda intuición, deviene faro que alumbra el paso por las tinieblas. Por ello, tengamos presente, cada día, lo que Julio Cortázar parece habernos dejado dicho a nosotros, en Rayuela, para estas horas de temblor, a fin de que aquí, en este país, la vida siga defendiéndose como nunca antes en estas terribles décadas:
“La esperanza es el único sentimiento que no le pertenece al ser humano. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”.
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