La elección de gubernatura en Chiapas fue, obvio, el 2 de junio. Morena gobernará de nueva cuenta (o por primera vez, volveré sobre eso) esa entidad. Sin embargo, faltan aún cuatro largos meses para que jure el cargo el nuevo mandatario. ¿Poooor?
Claudia Sheinbaum llevará más de dos meses en la Presidencia de la República cuando por fin se vaya de la gubernatura chiapaneca Rutilio Escandón, un gobernante fantasma. ¿Qué caso tiene, en estos tiempos, que pasen seis meses entre elección y cambio de gobierno?
Chiapas es sólo un ejemplo, por supuesto. En Jalisco ocurrirá idéntico: será hasta diciembre que el nuevo gobernante tome las riendas. Un semestre después. Una eternidad. Un sinsentido. Un riesgo innecesario en medio de problemas y retos en tantas regiones.
Cuando se haga el balance del sexenio de AMLO, Chiapas será una nota roja. La entidad en que el Presidente quiere vivir cuando deje Palacio Nacional es un hervidero de conflictos. El desplazamiento de personas hacia Guatemala es sólo un ejemplo más de sus crisis.
El senador con licencia Eduardo Ramírez ganó la gubernatura de Chiapas con más de 80 por ciento de los sufragios. No hay debate ni disputa sobre la legalidad de su triunfo. Y sin embargo, tiene que calentar la banca meses y meses, en detrimento de sus paisanos.
Tan urge una revisión del larguísimo periodo de “transición”, que hasta Andrés Manuel se dio una licencia este fin de semana, cuando de gira por esa entidad, dijo que no le gusta lo que pasa en Chiapas. Para alguien que minimiza y niega toda violencia, es ya mucho decir.
Chiapas necesita alguien que quiera estar, ejercer, resolver, no a quien desde siempre fue una presencia poco relevante. Empero, las graves situaciones que aquejan a los chiapanecos tendrán que esperar cuatro meses más a que Rutilio ahueque la silla de gobernador.
Se tiene que encontrar la solución adecuada. Por supuesto, sin burocracia profesional no se puede remplazar de un día para otro. Hay que dejar un tiempo razonable entre elección y juramento de cargo para la resolución de disputas y alegatos poselectorales. ¿Cuál es?
Porque incluso en los casos, como el de Jalisco, donde aún hay pleito sobre el resultado electoral, ¿de verdad en dos meses las respectivas autoridades no pueden revisar y desahogar los recursos y reclamos?
Los periodos de transición tienen que orientarse a abonar a la gobernabilidad. Que una administración cierre y otra inicie no debería llevar tantos meses. Sobre todo porque, salvo situaciones excepcionales, la elección es programada y los ganadores saben a lo que van.
Es decir, quienes plantean su candidatura tuvieron que realizar una propuesta, medianamente surgida de un diagnóstico; y si bien eso se debe ajustar una vez que la época de las promesas pasa y la de las realidades se aproxima, ¿de verdad requiere para ello otros seis meses?
No tiene sentido. Menos aún cuando la Federación ya recortó ese plazo y, en el mismo sentido, la próxima presidenta informó ayer que esta semana sostendrá conversaciones con las y los gobernadores para ver proyectos estratégicos regionales.
Cuando Sheinbaum asuma, algunos de los que le han de acompañar durante el sexenio estarán aún a semanas de entrar en funciones. Un limbo que no faltaría quien aproveche para ocultar trapos sucios. Otra razón para acortar ese lapso.
Si de por sí hay estados en permanente riesgo de desgobierno, de violencia, de atraso, para qué o a quién le sirve que no se homologuen tiempos de transición razonables. Morelos por ejemplo, es el 1 de octubre. Y qué bueno. Lo contrario es un desperdicio.