El método de fabricación, empleado desde los babilonios, se llama saponificación: calentar grasas con las cenizas de plantas alcalinas, que produce jabón, agua y glicerina. Lo que confiere al jabón su peculiar habilidad para limpiar la ropa es que sus
moléculas tienen doble personalidad:
un extremo huye del agua -es hidrófobo- y tiende a unirse a la grasa, mientras que el
otro es hidrófilo, le encanta el agua. Obviamente el efecto "tirón" del lado hidrófilo debe ser mayor para poder arrancar la suciedad de la ropa, al que ayudamos cuando frotamos la prenda. Al final queda una diminuta gota de suciedad rodeada por una envoltura de jabón, un proceso que se ve favorecido en agua caliente. Ahora bien, el jabón ve reducida su efectividad si se lava en agua dura, que contenga gran cantidad de sales minerales -de calcio y magnesio principalmente-, porque reaccionan con el jabón formando un precipitado insoluble que da a la ropa un tacto como si hubiera sido almidonada. De ahí que usemos suavizante.
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