En la era de la información, tomar posición sobre cualquier cosa es la manera de formar parte de una comunidad y sentirse reconocido como sujeto por alguien.
Ya he contado esto en alguna columna anterior. Silvia Magnavacca era una jefa de cátedra de Historia de la Filosofía Medieval a la que creo que todos los estudiantes queríamos mucho, incluso quienes, como yo, no conectábamos demasiado con la materia que daba. Lo que ya he contado alguna vez, porque pienso en ese momento muy seguido, es que Magnavacca siempre arranca la cursada con una especie de encuesta a mano alzada. La encuesta consiste en preguntarles a los alumnos, que acaban de terminar de cursar Historia de la Filosofía Antigua, si creen que existe la amistad porque existen los amigos o que existen los amigos porque existe la amistad. A quienes levantan la mano ante la primera opción les explica que son aristotélicos; a los de la segunda, que son platónicos. Cada vez que recuerdo esto que ella hacía, le encuentro otra importancia a la pregunta y al gesto.
Por supuesto, es un recurso didáctico muy sencillo para marcar la continuidad con la filosofía antigua, para explicar que vamos a seguir hablando de los mismos temas, que aunque vaya a ir apareciendo el lenguaje del cristianismo los problemas son los mismos que les leímos a los griegos en el cuatrimestre anterior. También es la manera de jerarquizar un debate: a lo largo de la cursada veríamos muchas cuestiones sobre cómo Dios es uno y trino o cosas sobre el alma (han pasado quince años y no me dediqué a nada de esto así que no me acuerdo tanto), pero instalar esa pregunta en el primer minuto de clase deja en claro que el problema de la relación entre lo general y lo particular atravesaría el período más allá de los disfraces y desvíos coyunturales.
Volví a pensar en esto porque siento que la cuestión entre cómo ir y venir de lo universal a lo específico es uno de los grandes problemas en las discusiones contemporáneas, aunque rara vez lo pensemos en esos términos. Mi sensación es que en Internet todos somos platónicos: hay demasiados temas todos los días, de lo más variados (esta semana, solamente: Venezuela, el sexo/género en el deporte de alto rendimiento, la vida de una ex bailarina que tiene ocho hijos y bate su propia manteca), todos basados en saberes y vocabularios distintos, y es imposible manejarlos todos, pero aparentemente para formar parte de la conversación hay que encontrar la manera de tomar posición sobre cualquier cosa con las herramientas que uno tenga.
Es verdad que uno podría (uno puede) elegir no opinar sobre todo. También es cierto que en la era de la información, “opinar sobre cosas” es la manera de formar parte de una comunidad en el día a día, o de hacerse notar y sentirse reconocido como sujeto por alguien; y entonces no es tan fácil no opinar, hay que tener una vida rica por otro lado, gente con la que hablar de otras cosas (o gente con la que hablar de esas mismas cosas pero en privado, donde uno puede testear opiniones incorrectas sin exponerse tanto ni agredir demasiado a nadie), o un trabajo o una identidad que no dependan de andar llamando la atención. “Opinar sobre cosas” tiene hoy una importancia social que no tenía en otra época, supongo, en parte, porque antes las pertenencias no se organizaban en torno de las opiniones; tenían más que ver con las circunstancias de tu nacimiento, la escuela o la universidad a la que ibas, los lugares a los que llevabas a tus hijos, tu lugar físico de trabajo.
Hoy parecería que la etiqueta que elige una persona te sirve para saber lo que piensa sobre todo, al punto que no hace falta ni conversar
Hoy, en cambio, sobre todo para las nuevas generaciones, no hay nada más normal que encontrarse conversando en Internet y hacerse amigo porque comparte tus opiniones: las identidades exitosas, en términos de que vienen sobreviviendo hace varios años (progresista, macrista, peronista, libertario) parecen ser las que te sirven para predecir lo que hay que opinar sobre una cosa u otra, las que te sirven también para predecir lo que otra persona va a opinar en virtud de la etiqueta que eligió.
Hoy parecería que la etiqueta que elige una persona te sirve para saber lo que piensa sobre todo, al punto que no hace falta ni conversar: ser libertario, supongamos (o progresista, también, da igual), parecería implicar hoy toda una serie no solo de opiniones políticas, sino incluso sobre las cuestiones más privadas y específicas del mundo, cuántos hijos tener, con quién, a qué edad, cuál es la mejor dieta, qué pensar sobre las mascotas o adónde hay que irse o no de vacaciones.
No descubro nada: supongo que esta es una forma de definir eso que llaman las políticas de la identidad, aunque ya no en términos de identidades con las que una nace (ser latino, blanco, negro, pobre o rico) sino identidades que se adoptan, pero que se defienden tan implacablemente como si fueran inmodificables, como si a uno se le fuera la vida en la cuestión de las definiciones correctas. La idea de intentar entender un fenómeno en sus propios términos, de suspender los prejuicios y entregarte honestamente a pensar algo en lo que no pensaste antes, en lugar de subsumirlo en las categorías que ya conocés y sobre las que ya sabés que pensar parece demasiado agotadora siquiera para probarla. En el fondo hay algo de pensamiento algorítmico, es como si nosotros mismos nos volviéramos un chatGPT que no puede producir nada nuevo y solo puede devolver resultados basados en cosas que ya se pensaban de antemano.
También supongo que mucho de esto tiene que ver con el tiempo. Tanto en la sabiduría como en las relaciones, hay cosas que solo las da el paso de los años, y esa es probablemente la verdad menos comprendida por nuestra época y nuestras generaciones. Cuando pienso en la gente con la que converso a diario en Internet que tiene posiciones muy distintas a las mías en muchos temas me doy cuenta de que, incluso si es gente que no conozco físicamente, es gente con la que converso hace muchos años: nos hemos peleado y reconciliado, los he visto casarse y separarse, tener hijos o mudarse de país. Incluso en las relaciones incorpóreas hay algo de la permanencia que va construyendo un mundo común, algo que no se rompe a partir de una diferencia, un contexto que permite pensar distinto sin miedo a que eso signifique quién te quiere y quién no, sin tener la seguridad de que otros te seguirán conversando y reconociendo. Somos frágiles las personas, puede que una no sea capaz de entregarse a pensar lo específico sin alguna versión de esa certeza.