Colocar a Salvador Illa al frente de la Generalitat le costará al presidente del Gobierno mucho más que el cabreo con sus “socios” de Junts, que ya no pintan nada frente a los oportunistas de ERC. Mucho más, porque, aunque Sánchez saque pecho por el pacto en Cataluña, con la boca pequeña reconoce que dentro de su partido no le van a perdonar que haya colocado a sus barones a los pies de los caballos a causa del “Cupo Catalán”. Ahí tiene a Page, que no lo traga, afilando los cuchillos y murmurando maldiciones. Con una estructura de décadas y una implantación territorial única, los socialistas asisten atónitos al derrumbe de su estrategia regional y local. Porque, ¿cómo le explicas a un extremeño o a un andaluz que el PSOE los considera ciudadanos de segunda o tercera frente a un catalán? ¿De qué manera aplacas a la oposición que te saca los colores porque ahora defiendes lo que hace unos años criticabas? No hay manera y a Sánchez se le puede agriar el verano si le montan una revolución de provincias en el salón de su casa. En Andalucía conservamos la suficiente memoria para observar regocijados cómo ahora María Jesús Montero hace el ridículo defendiendo una excepcionalidad catalana que no le valía en sus años de consejera andaluza. Inaudito, ¿verdad?, pues luego salga usted a la calle a defender su proyecto bajo unas siglas que provocan, cada vez más, un amplio rechazo por la discrecionalidad de las decisiones. La opinión pública se ha cansado de Pedro Sánchez hace mucho tiempo y gobierna sólo por la aritmética democrática, pero la negativa a volver a confiar en el PSOE avanza en paralelo a la legislatura. Y claro, en el PP se frotan las manos maliciosamente, sabiendo que cuanto más se meta el presidente del Gobierno con Moreno Bonilla por criticar el pacto con ERC, la torta en la cara se la llevará siempre Juan Espadas, que tiene que tragar sapos, culebras y tortugas marinas, si hace falta, cuando desde Ferraz le mandan el argumentario que defiende la última ocurrencia de la Moncloa.