Hasta para un país con una historia de derrotas tan frondosa como la nuestra, este aniversario patrio tiene nada de fiesta y mucho de funeral. Vivimos sumidos en un letargo aunado a una progresiva desconexión de la realidad.
Observar el comportamiento de ese espejismo que pretende presidir de la República es un acto de disociación agravada. Si el golpe de Estado de Castillo fue una parodia grotesca, lo que vino a continuación es una pesadilla de la cual parece imposible despertar. Los bandoleros que detentan el poder en el Congreso han renunciado a todo simulacro de integridad.
Acaban de designar al representante de los mineros ilegales para que asuma la presidencia del antro que emite las leyes que rigen nuestras vidas. Como bien ha dicho el presidente de Comex: Esa actividad es peor que el narcotráfico.
Han logrado aherrojar casi todos los organismos encargados de contenerlos, empezando por el así llamado Tribunal Constitucional. No voy a continuar haciendo el listado de las pústulas que infectan nuestra democracia, porque son de todos conocidas y (casi) nadie quiere seguir lacerándose con estas letanías punitivas.
Una de las extrañas ventajas de ser un país surrealista es que los antídotos contra este veneno que nos adormece y paraliza aparece donde y cuando menos se les espera. De pronto se vio, en la puerta del Congreso, un camión con un enorme rollo de papel higiénico Paracas. Breton habría celebrado esta ocurrencia. Porque el camión con el rollo, que también pasó por el Palacio de Justicia, decía: “¡Qué tal papelón!”. Y más abajo: “Por un Perú sin papelones”.
Como bien subrayó el periodista Marco Sifuentes en X (antes Twitter), “una marca de papel higiénico ha hecho más por visibilizar el descontento ciudadano que 30 potenciales candidatos presidenciales”. Es sintomático que el producto en cuestión sea papel higiénico. No solo por la obvia lectura de cuál es su principal uso, sino porque, cuando se desencadenó la pandemia, el mundo entero se lanzó a comprar cantidades inmoderadas de ese papel. Hasta hoy sigue siendo un enigma el porqué de esa avidez.
El punto al que trato de llegar es que esa acción publicitaria y política a un tiempo, sazonada de sarcasmo, nos retrotrae a esa pandemia que desnudó las clamorosas carencias de nuestro sistema de salud. El crecimiento económico previo no fue destinado a paliarlas, pues en el Perú la atención correcta de la salud es un privilegio del cual solo disponemos unos pocos. Como consecuencia de esa ideología clasista y racista, tuvimos la peor tasa de mortalidad del planeta.
Esa tragedia inconmensurable nos ha sumido en un duelo cuyas consecuencias son muy difíciles de abarcar. Lo cierto es que no lo hemos procesado. Lo cual explica en parte la apatía que nos embarga. Una sociedad deprimida y desesperanzada, dominada por bandas de delincuentes oficiales y extraoficiales, es pan comido para quienes emprenden la senda de la sociopatía.
Para los psicoanalistas, la apatía no es tan solo falta de interés o motivación, como pretenden hacernos creer los cultores, cada día más numerosos, de la autoayuda. Tampoco es cuestión de resiliencia, un valioso concepto que ha sido secuestrado como coartada para culpar a la gente de su miseria y exclusión. Es un síntoma de un malestar más profundo o, si se quiere, encubierto. Los duelos no resueltos por incapacidad de procesarlos suelen desembocar en apatía que enmascara la depresión. Ahora bien, en el Perú venimos arrastrando los desastres de proporciones medievales del COVID, así como las muertes causadas por la represión de las manifestaciones del 2022 y el 2023. Este terreno baldío es en el que pululan a sus anchas las organizaciones criminales mencionadas. La impunidad con que el prófugo Vladimir Cerrón se desplaza por el territorio nacional es una demostración clamorosa de nuestro naufragio institucional.
Todo lo cual causa dolor afectivo, desmoralización y miedo a perder lo poco que a tantos peruanos les queda. Pedirles que salgan a defenderse en esas condiciones limita con lo inhumano. No obstante, la única manera de enfrentar este horror es precisamente enfrentándolo. De ahí que una campaña publicitaria audaz y valiente haya tenido semejante impacto. Es una manera contundente de hacer ver a todos que la barbarie no es inmortal. Y que a veces ridiculizarlos con ingenio es comenzar a deshacer el hechizo o la maldición.
Los peruanos no solo sabemos comer, incluso cuando los precios suben y la canasta familiar se vuelve un lujo. Décadas de supervivencia, aunadas a una tradición gastronómica fabulosa, han permitido que se pueda comer bien incluso en condiciones retadoras. Pero hay otra cosa que los peruanos siempre hemos hecho, tal como nos lo ha recordado, cuando más lo necesitábamos, el papel higiénico Paracas: sabemos reírnos de los poderosos, con mayor razón cuando son descaradamente corruptos.
En suma: la apatía no es invencible. El cáncer terminal lo padecen nuestras instituciones que están capturadas por las mafias. Pero no nosotros. Estamos vivos y estamos hartos. Muchos jóvenes afirman que quieren irse a vivir a otro país. Pero a poco que vean un camino para poder salir adelante, querrán permanecer en su tierra. Exilarse es durísimo y, por ello, es una decisión extrema. A veces bastan unos pocos gestos de arrojo para perderle el miedo a los ladrones y asesinos.