«En compte d’afusellar-los, han soltat els Lamaignère». Esa frase dolió más que muchas de las penurias que habían pasado en los últimos días. Se la habían dicho en la puerta de su casa y les valió para no bajar la guardia, ni siquiera entonces, liberados de la cárcel de Benalúa por un telefonazo de alguien que todavía les tenía en estima. Ni José ni Alfredo Lamaignère Rodes durmieron aquella primera noche de libertad en su casa, en el edificio de la Explanada que llevaba su apellido. No fuera a ser que alguien se tomara la justicia por su mano. Sus pintas, camisa blanca de botones desvencijados y pantalones ajados, distaban mucho de lo que eran en realidad aquellos dos hombres que rondaban los cincuenta años: dos empresarios de éxito, capaces de haber levantado una consignataria líder incluso fuera de nuestras fronteras.