Hace poco incurrí en la frivolidad de decirle a un grupo de estudiantes que la literatura universal se aprende en una tarde. Una muchacha del grupo —fanática de las bellas letras y autora de versos clandestinos— me concretó de inmediato: «¿Cuándo podemos venir para que nos enseñe?». De modo que vinieron el viernes siguiente a las tres de la tarde y hablamos de literatura hasta las seis, pero no pudimos pasar del romanticismo alemán, porque también ellos incurrieron en la frivolidad de irse para una boda. Les dije, por supuesto, que una de las condiciones para aprender toda la literatura en una tarde era no aceptar al mismo tiempo una invitación para una boda, pues para casarse y ser felices hay mucho más tiempo disponible que para conocer la poesía. Todo había empezado y continuado y terminado en broma, pero al final yo quedé con la misma impresión que ellos: si bien no habíamos aprendido la literatura en tres horas, por lo menos nos habíamos formado una noción bastante aceptable sin necesidad de leer a Jean Paul Sartre.
Cuando uno escucha un disco o lee un libro que le deslumbra, el impulso natural es buscar a quién contárselo. Esto me sucedió cuando descubrí por casualidad el Quinteto para cuarteto de cuerdas y piano, de Bela Bartok, que entonces no era muy conocido, y me volvió a suceder cuando escuché en la radio del automóvil el muy bello y raro Concierto gregoriano para violín y orquesta, de Ottorino Respighi. Ambos eran muy difíciles de encontrar, y mis amigos melómanos más cercanos no tenían noticias de ellos, de modo que recorrí medio mundo tratando de conseguirlos para escucharlos con alguien. Algo similar me está sucediendo desde hace muchos años con la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, de la cual creo haber agotado ya una edición entera solo por tener siempre ejemplares disponibles para que se los lleven los amigos. La única condición es que nos volvamos a encontrar lo más pronto posible para hablar de aquel libro entrañable.
Por supuesto, lo primero que les expliqué a mis buenos estudiantes de literatura fue la idea, tal vez demasiado personal y simplista, que tengo de su enseñanza. En efecto, siempre he creído que un buen curso de literatura no debe ser más que una guía de los buenos libros que se deben leer. Cada época no tiene tantos libros esenciales como dicen los maestros que se complacen en aterrorizar a sus alumnos, y de todos ellos se puede hablar en una tarde, siempre que no se tenga un compromiso ineludible para una boda. Leer estos libros esenciales con placer y con juicio es ya un asunto distinto para muchas tardes de la vida, pero si los alumnos tienen la suerte de poder hacerlo terminarán por saber tanto de literatura como el más sabio de sus maestros. El paso siguiente es algo más temible: la especialización. Y un paso más adelante es lo más detestable que se puede hacer en este mundo: la erudición. Pero si lo que desean los alumnos es lucirse en las visitas, no tienen que pasar por ninguno de esos tres purgatorios, sino comprar los dos tomos de una obra providencial que se llama Mil libros.
La escribieron Luis Nueda y don Antonio Espina, allá por 1940, y allí están resumidos por orden alfabético más de un millar de libros básicos de la literatura universal, con su argumento y su interpretación, y con noticias impresionantes de sus autores y su época. Son muchos más libros, desde luego, de los que harían falta para el curso de una tarde, pero tienen sobre estos la ventaja de que no hay que leerlos. Ni tampoco hay que avergonzarse: yo tengo estos dos tomos salvadores en la mesa en la que escribo, los tengo desde hace muchos años, y me han sacado de graves apuros en el paraíso de los intelectuales, y por tenerlos y conocerlos puedo asegurar que también los tienen y los usan muchos de los pontífices de las fiestas sociales y las columnas de periódicos.
Por fortuna, los libros de la vida no son tantos. Hace poco, la revista Pluma, de Bogotá, le preguntó a un grupo de escritores cuáles habían sido los libros más significativos para ellos. Solo debían citarse cinco, sin incluir los de lectura obvia, como La Biblia, La Odisea o El Quijote. Mi lista final fue esta: Las mil y una noches; Edipo rey, de Sófocles; Moby Dick, de Melville; Roresta de la lírica española, que es una antología de don José María Blecua que se lee como una novela policiaca, y un Diccionario de la lengua castellana que no sea, desde luego, el de la Real Academia. La lista es discutible, por supuesto, como todas las listas, y ofrece tema para hablar muchas horas, pero mis razones son simples y sinceras: si solo hubiera leído esos cinco libros
—además de los obvios, desde luego—, con ellos me habría bastado para escribir lo que he escrito.
Es decir, es una lista de carácter profesional. Sin embargo, no llegué a Moby Dick por un camino fácil. Al principio había puesto en su lugar a El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, que, a mi juicio, es una novela perfecta, pero solo por razones estructurales, y este aspecto ya estaba más satisfecho por Edipo rey. Más tarde pensé en La guerra y la paz, de Tolstói, que, en mi opinión, es la mejor novela que se ha escrito en la historia del género, pero en realidad lo es tanto que me pareció justo omitirla como uno de los libros obvios. Moby Dick, en cambio, cuya estructura anárquica es uno de los más bellos desastres de la literatura, me infundió un aliento mítico que sin duda me habría hecho falta para escribir.
En todo caso, tanto el curso de literatura en una tarde como la encuesta de los cinco libros conducen a pensar, una vez más, en tantas obras inolvidables que las nuevas generaciones han olvidado. Tres de ellas, hace poco más de 20 años, eran de primera línea: La montaña mágica, de Thomas Mann; La historia de San Michel, de Axel Munthe; y El gran Meaulnes, de Alain Fournier. Me pregunto cuántos estudiantes de literatura de hoy, aun los más acuciosos, se han tomado siquiera el trabajo de preguntarse qué puede haber dentro de estos tres libros marginados.
Uno tiene la impresión de que tuvieron un destino hermoso, pero momentáneo, como algunos de Ela de Queiroz y de Anatole France, y, como contrapunto, de Aldous Huxley, que fue una especie de sarampión de nuestros años azules; o como El hombrecillo de los gansos, de Jacobo Wassermann, que tal vez le deba más a la nostalgia que a la poesía; o como Los monederos falsos, de André Gide, que acaso fueran más falsos de lo que pensó su propio autor. Solo hay un caso sorprendente en este asilo de libros jubilados, y es el de Herman Hesse, que fue una especie de explosión deslumbrante cuando le concedieron el Premio Nobel en 1946, y luego se precipitó en el olvido. Pero en estos últimos años sus libros han sido rescatados con tanta fuerza como antaño por una generación que tal vez encuentra en ellos una metafísica que coincide con sus propias dudas.
Claro que todo esto no es preocupante sino como enigma de salón. La verdad es que no debe haber libros obligatorios, libros de penitencia, y que el método saludable es renunciar a la lectura en la página en que se vuelva insoportable. Sin embargo, para los masoquistas que prefieran seguir adelante a pesar de todo hay una fórmula certera: poner los libros ilegibles en el retrete. Tal vez con varios años de buena digestión puedan llegar al término feliz de El paraíso perdido, de Milton. (Publicado en JR el 6 de marzo de 1988)