Hablar sobre el tema de la seducción de Alain Delon, la elegancia de Marion Cotillard o el encanto que derrocha París es quedarse a la mitad. Para hacerlo bien, seguiremos el consejo de Lluís Uría, subdirector de «La Vanguardia» y autor de «Por qué amamos a los franceses (pese a todo)»: «Para ser aceptado en Francia basta con convertirte en francés». Y tiene razón. Los franceses, tan exquisitamente suyos, tienen la palabra exacta para definir un atractivo que es exclusivo: «l’allure». Indescriptible y difícil de traducir. Es algo que traspasa la piel, como el pellizco flamenco, la retranca gallega o la chulería madrileña.
«L’allure» significa gracia, elegancia, desenfado y un don único de provocar fascinación en la gente de una manera totalmente natural. Ni siquiera exige belleza, sino ese «je ne sais quoi» tan exclusivamente parisino que se aleja incluso del harto «efecto ¡Wow!» perseguido por los expertos del marketing. Brigitte Macron es quien mejor nos puede ilustrar con su forma de elevarse sin el mínimo esfuerzo sobre sus tacones de aguja, siempre perfecta dentro de su minimalismo. No fue en vano tener como maestra a Coco Chanel, que dio ese impulso para seguir creándose a sí mismos.
Y, ojo, que no pretendemos la adulación. Advertido queda el escritor Paul Valéry, que desde su tumba podría animar a sus compatriotas a colocar el pie encima si alguien tratase de lamer las suelas de sus zapatos. Lo que ocurre es que no podemos reprimir la mirada algo estereotipada al ver estos días de euforia olímpica tanta réplica por los alrededores del río Sena de Alain Delon y Jean Paul Belmondo. Uno, un embaucador con cara de ángel. La mismísima belleza del diablo. El otro, irresistible con su gesto de boxeador.
Con Brigitte Bardot continuaría la cuota de iconos eróticos del cine francés, pero si sale a colación al hablar de la idiosincrasia nacional es por otro de los rasgos que destaca Uría en su conversación con LA RAZÓN: «Son unos eternos insatisfechos y críticos indomables». Y recoge la cita del escritor Jean Cocteau: «Los franceses son italianos malhumorados». Bardot, musa y mito en los años 50 y 60, hoy se muestra en redes cual vieja gruñona que protesta contra todo, incluido el movimiento #MeToo, que ella define como un juego hipócrita y perverso de algunas actrices. «Me gusta París, pero no estoy segura de que yo le guste», clama asustadiza la protagonista de «Emily en París» en su primera temporada, quejándose de sus infructuosos esfuerzos para agradarle a la gente. «¿Se puede ser amable y francés al mismo tiempo?», se pregunta con ironía en un artículo de la edición francesa de «The Huffington Post» el periodista Stanislas Kraland.
Uría describe el eterno descontento galo: «Es irritable, un gruñón que se queja todo el rato de todo, que expresa su disgusto ostensiblemente y avanza por la vida a empellones, sobre todo, al volante. Dentro y fuera de su país. Periódicamente aparecen rankings en los que los franceses figuran como los peores turistas del mundo. Por tacaños, cascarrabias y maleducados (los calificativos más repetidos)».
El título de su libro, «Por qué amamos a los franceses (pese a todo)», sintetiza todo ello. El autor tuvo la suerte de vivir en París en tanto corresponsal y, como le ocurrió a Ernest Hemingway, le acompañará, vaya donde vaya, el resto de su vida. Y desde sus vivencias personales, el periodista se ha permitido discernir, para bien o no tan bien, sobre la singularidad de este país vecino. Y lo primero que aparece es el llamado «síndrome de Astérix», referido a ese sentimiento colectivo pesimista y negativo de la vida. «Hay quien cree ver en ellos algunas inclinaciones heredadas de los antiguos galos. Pesimistas y desconfiados, contestatarios, insumisos, eternamente a la defensiva, parapetados en sus certidumbres y en sus miedos, independientes, orgullosos de su diferencia y con la acusada sensación de estar solos –y tener razón– frente al resto del mundo…» Admite que pueden ser clichés, pero tras ellos «acostumbra a haber un sustrato de verdad sobre el colectivo de un país».
Uría ve la raíz de este malestar en la nostalgia por las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los llamados «Treinta gloriosos», cuando el trabajo sobraba y la economía iba como un tiro. Paradójicamente, a pesar de la incertidumbre política actual, Francia sigue siendo, en líneas generales, un país rico y con un nivel de vida envidiable. Y los ciudadanos lo saben. También admiten su cuota de arrogancia, un rasgo de carácter que hasta ellos mismos se atribuyen espontáneamente. «Tienden a ser impacientes y, a diferencia de los anglosajones, muy poco flexibles. Situada entre las ciudades mejor valoradas del planeta, la percepción de la capital francesa cae, sin embargo, en picado cuando se trata de puntuar la calidad de la acogida», indica. Pero dentro de ese engreimiento y antipatía, pueden mostrarse «cálidos y acogedores con los extraños y con un profundo sentido de la amistad».
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Empacho emocional ante las hordas de turistas y la profusión artística
París ha perdido aún más estos días su intimidad. El espíritu olímpico, que se extiende más allá de ciudad y de la región de Île-de-France, puede intensificar durante los Juegos Olímpicos ese impacto que sufren algunos turistas, la gran mayoría japoneses, al visitar la ciudad. El psiquiatra Hiroaki Ota lo describió como una especie de empacho emocional ante la profusión de imágenes: La Torre Eiffel, el Museo del Louvre, la Catedral de Nôtre Dame. Ahora habría que sumar el bullicio de gentes y el desorden lógico de sus calles. La sensación sería de ansiedad y despersonalización por el choque cultural y las elevadas e idealizadas expectativas que despierta la llamada «ciudad del amor». Es una emoción similar a la que sintió Stendhal cuando paseaba en 1817 por la basílica de la Santa Cruz en Florencia y quedó impresionado por las tumbas de hombres tan importantes como Miguel Ángel o Maquiavelo: «Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Me latía el corazón, la vista estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme». Sus síntomas, repetidos en muchas otras personas, se conocen como «síndrome de Stendhal».]]Y más vale que este sea el sentimiento que aflore durante estos días en los que, según lo previsto, 15,3 millones de visitantes acudirán a la capital con motivo de los Juegos Olímpicos y Paralímpicos. «El contexto político y la amenaza musulmana han provocado un malestar de difícil disimulo que acentúa ese carácter rebelde, contestatario e indomable». No significa que se hayan desenamorado de sí mismos o de su país. Su sentimiento de superioridad se mantiene inalterable.
¿Qué motivos podrían entonces llevarnos a amar a los franceses? «Hay muchas razones –responde el autor–. Por ejemplo, su refinado gusto por los placeres de la vida, la lectura, la buena comida, la conversación, el arte, el amor o el pensamiento crítico». Cita un compendio de cosas que se resumen en su propio «art de vivre», una expresión que hace de la vida una fuente de gozo. Es, como el resto de las expresiones citadas, genuinamente francesa porque en ella entra su mismo espíritu mundano y el recuerdo arrollador de los cabarets y los pintores de la segunda mitad del siglo XIX, desde Cézanne, Pissarro y Renoir a Toulouse Lautrec. Curiosamente, Uría recuerda que los alemanes utilizan la expresión «Leben wie Gott in Frankreich» («vive como Dios en Francia») para referirse a alguien que se da la gran vida. Y se verá con más fuerza con el lema «Citius, Altius, Fortius» grabado en sus arterias.