Por GUSTAVO GUERRERO
Es curioso que un libro publicado en 1978 parezca en tantos aspectos un libro contemporáneo. No exagero: basta recorrer las páginas del Manual del distraído para ir descubriendo, aquí y allá, un conjunto de rasgos, usos y actitudes que nos resultan bastante familiares. Mencionemos, por ejemplo, la plasticidad de una escritura que se mueve libremente entre el relato y el ensayo, y cuya naturaleza híbrida no puede menos que hacernos pensar en la de un buen número de novelas y crónicas actuales; o bien, el gusto por las secuencias heterogéneas, abiertas y sin jerarquías aparentes, tan característico de la narrativa última y también del libro y el texto digital; o aun, ese tono irónico y desprejuiciado que nos recuerda que, en estos principios del siglo XXI, la literatura no puede seguir reivindicando la condición de un oficio superior, o más espiritual y edificante.
Sería relativamente fácil alargar la lista e ir añadiendo y comentando otros comunes denominadores, como el juego con los límites entre ficción y autobiografía, o la clara predilección por un estilo conversado y próximo a los ritmos del habla. Prefiero dedicar, sin embargo, las escasas líneas de que dispongo a plantear, sin más preámbulos, la pregunta por las causas de este raro efecto contextual. Y es que la contemporaneidad, la sorprendente juventud del Manual del distraído no llega sola a nuestro presente sino que trae consigo un doble interrogante sobre lo que el libro fue y sobre lo que el libro es. Probablemente no exista una sino varias maneras de despejarlo pero, a mi modo de ver, la principal, más allá o más acá del tópico de la obra clásica, está vinculada directamente a la capacidad de anticipación del propio Manual del distraído y es parte de un secreto de fábrica en el que no se ha reparado lo suficiente, quizá porque sólo el paso del tiempo le ha dado toda su importancia. Me refiero a la estrecha trabazón entre filosofía y literatura que presidió a la redacción del libro, y también a la crítica de una cierta idea de la literatura que va infusa en sus páginas desde 1978.
En efecto, recordemos que el Manual del distraído no es la obra de un distraído sino del autor de Lenguaje y significado (1969), una de las figuras más destacadas del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM y uno de los pensadores que, allá por los años sesenta, introdujo la enseñanza de la filosofía analítica en América Latina. Rara avis, Alejandro Rossi se identifica con una tradición intelectual muy distinta a la de la mayoría de sus colegas universitarios, pero a la que no le resultan menos ajenos los supuestos que fundan la práctica literaria de muchos de sus amigos escritores. Cuando empieza a componer el Manual del distraído y se muda con armas y bagajes al mundo de las letras, Rossi no sólo trae consigo sus inclinaciones personales sino también la estética que le dicta su filosofía: a saber, una estética que ha dejado atrás la metafísica y los altos vuelos del idealismo alemán, una estética que no reconoce la existencia de grandes o pequeños temas (ni siquiera de temas propiamente literarios), una estética que no ve en la literatura un idioma aparte sino un uso particular del lenguaje ordinario, una estética, en fin, que prefiere buscar sus verdades a través de la descripción de la experiencia cotidiana y no apelando a la revelación de una realidad más elevada cuyo conocimiento estaría reservado al escritor o al poeta visionario. En suma, consecuente con sus ideas, lo que nuestro filósofo va a poner en las páginas del Manual del distraído es una de las críticas más sutiles, juguetonas e inteligentes a la herencia del romanticismo y las vanguardias que entonces aún dominaba la manera de pensar y de hacer literatura dentro del mundo hispánico. “Represento una racionalidad laboriosa y modesta, sin éxtasis solares o nocturnas hipotecas del alma”, escribe Rossi como confesándose en el ensayo “Por varias razones”.
Leído en tanto proyección estética de una cierta manera de practicar la filosofía, el Manual del distraído se despliega como un libro perfectamente coherente, desde esas páginas iniciales donde se afirma sin ambages una postura realista (“Confiar”) hasta esas últimas donde el pensamiento de Leibniz sirve para refutar al bilioso Gorrondona (“Con Leibniz”) y donde, no por casualidad, se concentran las críticas más divertidas al quehacer literario (“Sin sujeto”, “Sin misterio”, “Ante el público”). Entre aquel comienzo y este final, fiel a sí mismo y a su familia filosófica, Rossi se niega a endosar jergas o jerigonzas, y no formula oscuras y aparatosas teorías, pero sí asume el reto que constituye escribir una épica de lo cotidiano y construirse un estilo con la lengua de cada día. También se niega a distinguir entre materias nobles y menos nobles: el horror al teléfono, la palabra “arlequín”, la prosa de Borges, la maldición de los cónsules, una cita de Montale, otra de Lichtenberg y hasta el recuerdo de aquella improbable novia criptojudía, todo cabe en este libro y, lo que es más importante, todo merece ser analizado con idéntica atención. Y es que, para nuestro filósofo, no hay minucias o asuntos menores: así como cualquier magnitud es buena para examinar los vínculos entre lenguaje, pensamiento y mundo, así cualquier motivo puede ser pretexto para la mejor escritura. La razón de ello tenía que parecerle evidente a un intelectual formado en la escuela de Oxford: no existe una realidad que esté reservada a los hombres de letras y otra donde habitan los ciudadanos de a pie; hay una continuidad sin solución entre ambas, como es continuo igualmente el espacio entre la metáfora del poeta y las mil figuras retóricas que se inventan en una mañana de mercado. Rompiendo de este y otros modos con los fundamentos de lo que era entonces el concepto más tradicional de lo literario, el Manual del distraído apuesta en silencio y casi subrepticiamente por una estética distinta, acaso más modesta, sin duda menos infatuada, pero, sobre todo, libre de tentaciones religiosas y metafísicas.
El tiempo le ha dado la razón a Rossi: si hoy su libro nos luce tan actual, tan deliciosamente contemporáneo, es porque, en más de un sentido –y aunque parezca redundante–, se trata de un libro actual y deliciosamente contemporáneo. Su pasado tiene el sabor de nuestro presente, ya que da como por descontado el colapso del sustrato idealista de la literatura moderna y la crisis de legitimación de la tradición romántica y vanguardista que esto ha acarreado en los últimos treinta años. Pero el Manual del distraído, asimismo, nos dice algo en 2008 que no podía anticiparse en 1978: a saber, que la literatura que se escribe actualmente en nuestro ámbito lingüístico –y la que se escribe también en muchas otras lenguas– está sin lugar a dudas más cerca del realismo anglosajón de Austin que de las especulaciones continentales de Heidegger. Efectivamente, como si hubiera decidido desembarazarse de una vez por todas de dos siglos de hierática sacralidad, la literatura contemporánea es, en esencia, un arte desencantado y ha vuelto a poner los pies en tierra. No en vano, borrando las fronteras entre los géneros, fomentando síntesis inéditas entre ficción y no ficción, y buscando en el habla de todos y en la experiencia cotidiana sus principales herramientas, hoy rediseña su espacio y trata de integrar a su definición la mudanza de horizontes que supone el cambio de época y de paradigma filosófico.
Creo que uno de los homenajes que se le puede hacer al Manual del distraído en este cumpleaños es volver a leerlo como un libro en movimiento que prepara y acompaña nuestro presente, postulando una relación distinta entre filosofía y literatura. Su doble naturaleza exige una mirada cruzada que no puede aspirar a abarcar los dos mundos, pero que acaso sí pueda mostrarnos sus estrechos vínculos y quizá nos enseñe a pasar de uno a otro con la misma actitud libre, lúcida y lúdica –“sin planes, sin pretensiones cósmicas, con amor al detalle”, como dice Rossi. Tal vez nada ilustre mejor esta actitud emancipadora que un par de frases suyas del ensayo “Palabras e imágenes” que quiero citar a manera de punto final. Allí afirma el escritor: “Admitimos la realidad si la podemos con fundir con la imaginación.” Y concluye el filósofo: “La imaginación es, entonces, la escena apropiada para contemplar la realidad”.
“Al hablar del Manual del distraído, libro de escritura y pensamiento, seguramente convendrá darle relieve a la “mirada crítica”. Qué tedio. Pero ocurre que si uno ha tenido la suerte de ver a Alejandro Rossi en acción, es decir, argumentando, debatiendo, ironizando desde un sillón o en una sobremesa, esta expresión resulta de una literalidad sustancial. Rossi es dueño de una mirada crítica, y no sólo eso: esa mirada le sella el rostro. Para una reflexión al caso, conviene mencionar sus anteojos.
Me refiero a unos anteojos de medio armazón que le cuelgan de una correa al cuello, y se deslizan por su tabique nasal. Útiles para la miopía o para la vista cansada, delatan especialmente al lector o a quien tiene necesidad de mirar muy de cerca los objetos. Pero lo realmente interesante es la manera como Rossi mira, al hablar, por encima de esos lentes, saltando el obstáculo para enfrentar al interlocutor a los ojos. El gesto parece teatral; es también mayéutico: desafía a razonar juntos, a poner en claro. Sucede que cuando Rossi se inclina, haciendo resbalar los anteojos nariz abajo hasta la gran mueca labial que los sostiene, está imponiendo su mirada crítica, intencionada, inquisidora, cejuda. En ese medio hay necesariamente un franqueo de distancias y un cambio de foco. Ahora es distante, parece mirarnos a través de una celosía; ahora es próximo, se acerca un grado más que con sus lentes.
Escritura y pensamiento de Alejandro Rossi van igualmente de la distancia a la cercanía, luego a una mayor cercanía, casi incómoda, inductiva al grado de que valora el detalle con desproporción. Y para su mueca mordiente, lo menudo es bocado de cardenal. Más que encumbrar lo particular, distrae elementos de apariencia insignificante para pensarlos en primer plano y como si tuviesen otra escala, como si fuesen de momento la gran cosa, y entonces se aparta por el sendero oblicuo, fija su sesgo como procedimiento heurístico, y si en lo pequeño hay pequeñez, donde reconozca mezquindad será implacable, sacará punta al significado de la insignificancia.
Así, en el Manual del distraído el narrador del relato sobre el Conde Alessandrini busca contar la “mínima historia” a partir de datos marginales, confesando que “esas minucias son mis aliados. Mejor dicho: no tengo otros”; el ensayista que en “Minucias” visita la colección de arte de Álvar Carrillo, encuentra la pintura de José Clemente Orozco ideológica y vulgar, mientras que se entusiasma con sus pequeñas acuarelas, llenas de sátira, sordidez y procacidad; es el mismo que exalta, del Juan de Mairena, los “ensayos breves, diálogos, aforismos reflexiones sobre un autor, confesiones inesperadas, el borrador de un poema, una broma o la explicación apasionada de una preferencia” (es decir, todo aquello que no constituye obra), y el que elogia a Eugenio Montale, quien “posee la sensibilidad de lo mínimo”, de donde deriva la creación de personajes. “Los manierismos son importantes. No por amor a la extravagancia, sino porque un personaje es, en último término, una forma de adaptación. Somos esas morisquetas y esos intentos. Se necesita la parodia para sacarlos a la luz. Allí está la mezcla fascinante: parodia y minucia”.
*El fragmento del poeta y ensayista Jorge Moreno Villarreal (1956) fue copiado de la revista Letras Libres, sección Relecturas, de septiembre de 2008.
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