Todos los acontecimientos históricos que marcaron «un antes y un después» por su profundidad y alcance —más allá del escenario nacional y regional en que tuvieron lugar— son objeto de las más variadas interpretaciones en su valoración y significado.
Así ha ocurrido, por ejemplo, con la gran Revolución Socialista de Octubre, la Revolución China, la Segunda Guerra Mundial, la liberación de las colonias africanas y también con la Revolución Cubana.
En este último caso no pudiera llegarse a ninguna conclusión si no se tienen en cuenta los sucesos del 26 de julio de 1953, los asaltos simultáneos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, en Santiago de Cuba y Bayamo, por poco más de cien combatientes engrosados en las filas de la que se calificó como Generación del Centenario, por coincidir esos hechos con los cien años del natalicio de José Martí y porque su jefe, inspirador y guía, Fidel Castro, proclamó desde un principio el pensamiento martiano como ideología básica de aquel movimiento que aún carecía de nombre.
La acción heroica del 26 de Julio no puede verse desconectada del alegato de autodefensa de Fidel Castro Ruz ante el Tribunal que lo juzgó el 16 de octubre de 1953 y que recibió el nombre de La historia me absolverá por parte del propio autor. Fue la primera, más inmediata y certera valoración de lo ocurrido, sus causas y consecuencias, sus propósitos fundamentales, que iban más allá de un simple cambio del gobierno dictatorial de turno.
Era la plasmación directa del ideario martiano con métodos totalmente nuevos de organización y de acción, combinando de manera sabia la guerra de pensamiento con la lucha armada, la estructura clandestina con la vinculación a las masas, la influencia y la presencia de la opinión pública con amplitud y sentido de unidad.
Un fenómeno de esa naturaleza aparecía sin antecedentes en América Latina y el Caribe, y ello probablemente dificultó la comprensión inicial por algunos bien intencionados que no entendían la esencia de nuevo tipo que tenían ante sus ojos, pero que, en el caso de Cuba, tenía hondas raíces: el pensamiento martiano fue la más sobresaliente.
Los sucesos del 26 de julio de 1953 se convirtieron de este modo en punto de partida de una etapa inédita en el desarrollo histórico de Cuba, dentro de la continuidad ininterrumpida iniciada en La Demajagua el 10 de octubre de 1868.
Proyectaron a Fidel como líder indiscutible de la Revolución por sus méritos y clarividencia, firmeza ideológica y decisión de ir siempre delante, desafiando todos los riesgos y peligros con la convicción de que los reveses podían convertirse en victorias, en una síntesis de inteligencia y valor.
La frustración popular, acumulada a partir de la Revolución de 1933, que abrió esperanzas pero fue traicionada por Batista y la injerencia yanqui, halló en el 26 de Julio y en el posterior primero de enero de 1959 —tras siete años de duras luchas y una pléyade de mártires y héroes gloriosos— el rayo de esperanza para la liberación definitiva, esta vez cierta y capaz de salvar todos los obstáculos, los errores propios y las agresiones más brutales del enemigo imperialista.
Por primera vez en la historia cubana un programa político fue cumplido a cabalidad y en su totalidad: el Programa del Moncada. Se avanzó entonces hacia las metas más elevadas de la construcción socialista, cuyos cimientos ya se colocaban.
Levantado todo sobre la base de la unidad de las fuerzas revolucionarias, que hizo surgir al Partido Comunista de Cuba como partido de la Revolución Cubana —forjado por Fidel, Raúl y la generación histórica—, que hoy prosigue por el camino de la continuidad y el cambio de «todo lo que deba ser cambiado», del concepto de Revolución y la resistencia creativa, hacia el logro de un futuro próspero y sostenible con progreso y paz.
Cumplir inexorablemente con ese legado glorioso es la mejor valoración y honroso significado del eterno Día de la Rebeldía Nacional. (Tomado del sitio web de la Sociedad Cultural José Martí)