En verano de 1984 veníamos por carretera Alejandra mi hermana y yo de regreso de ver a mi amiga Victoria en Pamplona y decidimos parar en Segovia en el restaurante Mesón de Cándido y comer un cochinillo, una experiencia única en todos los sentidos. Aquel lugar está junto al majestuoso acueducto de la época romana, un imponente ‘telón’ que difícilmente se borra de tu memoria.
El cochinillo asado ha sido una delicia de la cocina castellana desde los tiempos de la invasión del Imperio romano a las tierras de Hispania. Junto con el vino, este plato se erige como uno de los grandes legados que dejó la dominación romana de la península Ibérica. Durante aquella época era considerado un manjar exclusivo, reservado solo para las clases privilegiadas.
A lo largo del tiempo, la tradición de comerlo sufrió altibajos debido a las fluctuaciones económicas. En épocas de escasez, se prefería dejar engordar a los animales para obtener una mayor cantidad de alimento. Sin embargo, la receta y el ritual han sobrevivido y se han mantenido vivos en la región de Castilla, especialmente en la ciudad de Segovia.
Uno de los aspectos más distintivos y espectaculares del platillo es la manera en que se sirve. Para demostrar la ternura de la carne, el cochinillo se parte con el canto de un plato, el cual luego se rompe delante del comensal. Esta usanza, cargada de simbolismo y teatralidad, tiene varias versiones sobre su origen.
La historia más conocida atribuye la creación del ritual a Cándido López Sanz, del mítico asador en Segovia. Según la versión, fue el quien ideó partirlo con el plato como una forma de destacar su exquisita suavidad. No obstante, el antropólogo español, Pedro Javier Cruz, informa que ésta práctica se realizaba en el siglo XIX en Casa Botín, el legendario mesón madrileño fundado en 1725, y que probable Cándido adoptara la tradición y la popularizara en Segovia.
El rito no solo se ha convertido en una señal de calidad y autenticidad del cochinillo, sino que también añade un elemento de espectáculo que los comensales disfrutan y esperan con ansias. La imagen del plato rompiéndose frente a ellos al final del corte es un preludio a la experiencia de degustar un porcino en su punto exacto de cocción.
El cochinillo segoviano es uno de los más conocidos de España. El llamado lechón o lechazo, es alimentado exclusivamente con leche materna y no supera los 4 kilos de peso, al cual también se le llama ‘tostón’, nombre que tiene sus raíces en la antigua lengua española, y tradicionalmente hacía referencia a un lechón o cochinillo, especialmente cuando se cocina hasta que su piel quedaba dorada y crujiente, evocando a como se ‘tuesta’. La mención cochinillo es moderna y en las crónicas las alusiones son al lechón, si vivo, y tostón, si asado.
Consumirlo como lechal comenzó a popularizarse allá por los años de 1950 cuando empezaron a asarse en los hornos de panaderías de Segovia.
Al contrario que en otras regiones, al estilo segoviano no se marina con ningún tipo de hierba, ni lleva condimento, salvo una pizca de sal. Se suelen colocar en una fuente de barro, sobre palos de laurel y de esta manera la carne no tenga contacto con el fondo. Para que no se reseque se cubre el fondo con agua.
La raza blanca, nacidos y criados en la provincia de Segovia, llamado ‘cochinillo de Segovia’ ha sido reconocido oficialmente con la Indicación Geográfica Protegida (IGP). Con la publicación del registro del nombre en el Diario Oficial de la Unión Europea el pasado lunes 8 de julio, se concluye el procedimiento iniciado hace algunos años por la Asociación para la Promoción del Cochinillo de Segovia (Procose).
Lo que inicialmente pudo haber sido una solución improvisada de cortarlo con el canto de un plato, se transformó con el tiempo en un auténtico ritual. Hoy en día, representa tener ante nosotros un cochinillo cocinado a la perfección, en su punto, constatando que la piel está lo suficientemente crujiente como para romperse con un simple golpe y que la carne es tan tierna que no se requiere la precisión de un cuchillo afilado.