La hambruna provocada por el férreo asedio
nazi llevó a los habitantes de la ciudad de los zares a asesinar a sus vecinos para, después, cocinar y comerse su carne. Cuando este terrible episodio ocurrió,
Leningrado, la vieja San Petersburgo ubicada en el corazón del Báltico, no era ya la majestuosa ciudad que había enorgullecido a la
URSS tiempo atrás. Cuando Vera Rogova salió del apartamento aquella mañana, lo que vio fueron «cuerpos mutilados por todas partes» y edificios destrozados.
Desde el 8 de septiembre de 1941, la urbe vivía un sitio que se extendería cerca de 900 días, y las cicatrices se palpaban en las fachadas. Aunque poco le importaba eso a la joven. Su objetivo era llegar a toda velocidad a una plaza cercana y decidió usar el camino más rápido: un larguísimo corredor subterráneo oscuro y ruinoso. No había más remedio. Un paso; otro paso; otro más… Y, de repente, una puerta se abrió. Tras ella asomó un hombre —la chica lo definió como una bestia— de pelo alborotado y ojos extraviados de hambre. En sus manos portaba un hacha.
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