En su libro La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper se refirió a los peligros de quienes afirman ser dueños de la verdad definitiva y tratan de imponer sus ideas a los demás.
El filósofo proponía una forma distinta de organización social, en la cual nadie tiene acceso a la verdad definitiva. Sostuvo que la comprensión del mundo es intrínsecamente imperfecta y que una sociedad perfecta es inalcanzable, pero receptiva a mejoras infinitas.
En contraposición, los mesías de la verdad definitiva aprovechan la desafección política causada por la desconfianza en los poderes del Estado y el hartazgo con la corrupción, la impunidad, la inseguridad, y la inutilidad de los partidos políticos, a los cuales perciben como irremediables por sus prácticas clientelistas.
A lo anterior, debe agregarse un clima de desesperanza a raíz del aumento del costo de vida, el desempleo y la falta de oportunidades de crecimiento; la antipatía ciudadana, ya que resulta innegable que existe violencia extrema, pobreza y desigualdad; y la tardía atención en los servicios de salud y la deficiente calidad de la educación y del transporte público.
Los autoproclamados iluminados tratan de imponerse mediante un discurso efectista, superficial y falseado, casi siempre reñido con la verdad. Se parecen a los militantes del falangismo, versión española del fascismo italiano y alemán, quienes se expresaban con altas dosis de histrionismo, altisonancia e insolencia.
Está claro que no se piensa en los partidos políticos como organizaciones que interpretan correctamente las demandas y las corrientes de pensamiento vigentes en una sociedad y una época en particular, lo cual les impide dar respuestas adecuadas.
El investigador político Giovanni Sartori, en su libro Teoría de la democracia, dijo en 1995 que para superar las serias deficiencias de las democracias era necesario recurrir con suma urgencia a una “ingeniería constitucional”. Sin embargo, los “ingenieros constitucionales” no pueden ser los advenedizos que escuchamos con sus arengas estridentes. Es necesario contar con artesanos cuidadosos y ocupados en profundizar en el seguimiento de las tendencias internacionales, en los términos del comercio, la industria y la agricultura, la educación, la tecnología y la mitigación de los efectos del cambio climático, para generar riqueza, empleos y combatir la desigualdad, observando los principios mínimos de una sociedad pluralista, inclusiva y legítima, capaz de formar en valores ético-cívicos a las nuevas generaciones.
Pero, desafortunadamente, lo que tenemos son aprendices de populistas. Como afirman Daniel Ziblatt y Steven Levitsky en Cómo mueren las democracias, los populistas “suelen ser políticos antisistema, figuras que afirman representar la voz del pueblo y que libran una guerra contra lo que describen como una élite corrupta y conspiradora. Les dicen a los votantes que el sistema existente en realidad no es una democracia, sino que esta ha sido secuestrada, está corrupta o manipulada por la élite. Y les prometen enterrar a esa élite y reintegrar el poder al pueblo”.
El populismo criollo que nos aturde no está ocupándose de las soluciones a las demandas insatisfechas de creciente acumulación porque sus prioridades están puestas en otro lugar. Tal cual expresa Manuel Castells, “a lo largo de la historia, la comunicación y la información han constituido fuentes fundamentales de poder y contrapoder, de dominación y de cambio social. Esto se debe a que la batalla más importante que hoy se libra en la sociedad es la batalla por la opinión pública. La forma en que la gente piensa determina el destino de las normas y valores sobre los que se construyen las sociedades”.
El expresidente de Ecuador Rodrigo Borja, en su Enciclopedia de la política, sostiene que “con frecuencia el caudillo crea un lenguaje propio al que incorpora modismos del habla popular, que pronto se le vuelven característicos”. Y remata: “El populismo, cuando llega al poder, suele operar al margen de un plan de gobierno. Carece de sistematización y de orden. No tiene metas macroeconómicas ni sociales a largo plazo. Con acciones demagógicas y espectaculares busca la satisfacción de las demandas populares inmediatas. Lo cual le lleva a la improvisación. Todo esto, con frecuencia, produce a la postre un fenómeno característico del populismo: la frustración colectiva”.
Reconozco que estoy alarmado, al igual que miles de costarricenses, ante el riesgo creciente de renegar de los valores, los principios e instituciones de nuestra democracia mejorable. A pesar del sobresalto, me sumo al deber de erradicar el garrote contra el Estado de derecho.
Entretanto, recuerdo con tristeza el proverbio turco: “Cuando un bufón se muda a un palacio, no se convierte en rey. El palacio se convierte en un circo”.
El autor es abogado y analista de políticas públicas.