Charlando con el filósofo Ernesto Castro en la Cineteca de Madrid —dentro del coloquio Pistas del presentimiento, celebrado el pasado 11 de junio—, el director Nacho Vigalondo aseguró que la comedia era hoy día el único reducto donde se podía representar la españolidad. Naturalmente no tardó en salir a colación la obra de Santiago Segura. ¿A qué españolidad se refería el director de Los cronocrímenes? Aventurándonos a lo que pudiera pensar el público durante los segundos siguientes, quizá a algo castizo, nostálgico de lo rural, religioso, fiestero y, por supuesto, masculino castellanoparlante.
Esta españolidad surge de un concepto tan complejo —pero reconocible por la totalidad de la ciudadanía— como es la “españolada”. También del Spain is different. Lo interesante es que el puente entre ambos fenómenos dista de ser algo interno, una identidad naturalizada, por estar creado desde la exterioridad. Españolada fue lo que empezó a hacer el francés Prosper Merimée al escribir Carmen a mediados del siglo XIX, imaginando España como un territorio indómito desgajado de Europa. Mientras que Spain is different fue un lema ideado por la maquinaria de Manuel Fraga durante el franquismo desarrollista para impulsar el turismo. En los años 60 se dio con la mejor forma de atraer extranjeros a nuestras playas: asumir la inferioridad que supuestamente inspirábamos fuera, y hacernos fuertes en ella.
Fue un proceso de autoexotización que terminó de vertebrar mediáticamente la idea de españolidad que solemos manejar independientemente del género, la lengua o la ascendencia étnica. Y un proceso que distó de quedarse de puertas para afuera, pues el cine —la comedia sin ir más lejos, como sostenía Vigalondo— lo hizo suyo con actores como José Luis López Vázquez o Alfredo Landa. Una de las películas de Paco Martínez Soria se titulaba El turismo es un gran invento, evidenciando la ingeniería iconográfica que todo el aparato estatal de la dictadura se estaba esmerando por consolidar. Y se consolidó, hasta el punto de que los últimos éxitos de Santiago Segura acostumbren a ser leídos bajo ese prisma: el espíritu de Paco Martínez Soria perviviría en la saga Padre no hay más que uno. En las nuevas españoladas.
¿Pero es así del todo? Los referentes de Segura son en realidad algo más esquivos. En Padre no hay más que uno 3 —una comedia navideña estrenada en el verano de 2022— el director homenajeó La gran familia (1962), una película algo previa a la exaltación turística y a la conformación de la españolada de Fraga. Con lo que achacar el éxito de Padre no hay más que uno en nuestro país a este tipo tan manufacturado de identidad nacional puede no ser suficiente. Sobre todo no sirve para explicar por qué tantos críos ven estas películas, y por qué seguramente tantos críos verán Padre no hay más que uno 4: Campanas de boda.
A través de la figura de Pepe Isbert, La gran familia homenajeada en Padre no hay más que uno 3 tenía más en común con el cine de Berlanga que con el Spain is different. La españolada berlanguiana es distinta de la posterior españolada de Fraga, pues a esta le marca la amargura y el descontento tanto hacia la dictadura como el lugar de España en el mundo. No es tan fácil exportarla, vaya, y fue justo este tipo de cine el que se citó como influencia de las primeras películas de Segura, cuando la Torrente inaugural arrasó en taquilla a finales de los 90. Segura ya se hizo famoso en efecto abrazando una imagen de españolidad.
Torrente nacía en un país asimilado por el tablero geopolítico, manteniendo el Spain is different como marca y la pulsión berlanguiana como vehículo para el malestar social. Con lo que Torrente sería, según Inmaculada Álvarez Suárez, producto del “macho ibérico ridiculizado a través del revival sarcástico de la españolada”. Una emanación posmoderna donde la crítica se confunde con la apología al no poder disimular su fascinación por cierto lecho icónico, no muy separado de lo que durante esa misma década había hecho Bigas Luna a través de la figura de Javier Bardem (en Jamón jamón o Huevos de oro). Cuantas más entregas sumaba Torrente —y más dinero ganaba—, más clara fue quedando la fascinación. Al fin y al cabo, como Segura cantó con Joaquín Sabina coincidiendo con el estreno de Misión en Marbella y recordando la propaganda de Fraga, “España y yo semos diferentes”.
Ahora bien, todo esto parece bastante alejado de la propuesta familiar de Padre no hay más que uno. Las películas que Segura empezó a estrenar periódicamente a partir de 2019 huyen de cualquier referencia al mundo real. Su humor es blanco y no da pie a fricciones ideológicas, auque en ocasiones pueda coquetear con ello: la segunda película, La llegada de la suegra, se marcaba un chiste-giro muy efectivo, al desvelar que Loles León no era la suegra del personaje de Segura sino su madre. Con este chiste Segura parecía decirnos que es consciente de la imagen de ranciedad que proyecta en cierto público, y que podía jugar con sus expectativas tras las herramientas satíricas básicas que había acuñado en Torrente.
Esta ranciedad que se intuye pero nunca se explicita lleva fluctuando en Padre no hay más que uno desde que Javier, al final de la primera película, aprendiera a ser un padrazo. Desde entonces no se ha apartado de este camino —todos los enredos posteriores obedecen a ayudar a su familia y allegados—, con lo que la saga ha seguido adelante sin tensiones narrativas de ninguna clase, encadenando gags y subtramas con la única pretensión de ir confirmando secuelas para arrasar en audiencia. Es ahí donde nos encontramos con el auténtico referente de Padre no hay más que uno, contemporáneo a la españolada posmoderna pero habiéndola vaciado de toda incomodidad: la sitcom familiar. Médico de familia, concretamente.
Padre no hay más que uno toma de Médico de familia la casa, la familia numerosa, la asistenta (ahora latina, no andaluza), el product placement (lo de Pizzería Carlos en Padre no hay más que uno 4 es especialmente obsceno), la estandarización visual y, sobre todo, la cadencia del humor. Son películas sin risas enlatadas pero con espacio para ello, porque los chistes siempre son réplicas mordaces contra la ingenuidad o ridiculez del interlocutor. Segura se mira en la tradición sitcom hasta el punto de que ni siquiera importe su procedencia: en Padre no hay más que uno 3 introdujo a un pretendiente para una de sus hijas diseñado a semejanza del Steve Urkel de Cosas de casa. Todo lo cual nos lleva a la conclusión de que Padre no hay más que uno tiene más bien poco de reducto de españolidad.
¿Qué fue entonces de Torrente? ¿Fue asesinado por Javier en la primera Padre no hay más que uno, para que el zombie resultante pueda preocuparse afectuosamente en Campanadas de boda de que su hija se quiera casar aunque acabe de cumplir los 18 años? Pues Torrente en realidad sigue siendo un imaginario útil, al que la productora Bowfinger International Pictures puede continuar recurriendo esporádicamente por muy limada de asperezas que esté su saga principal. Con Leo Harlem —algo así como un Torrente de stand-up comedy— estrenó sin ir más lejos La familia Benetón este mismo año, desahogando todo el feroz racismo que la calculada maquinaria de Padre no hay más que uno no le permite expresar.
Harlem no solo es un personaje recurrente en Padre no hay más que uno, sino que con su película de 2018 El mejor verano de mi vida entregó las claves para domesticar a Torrente y reducir la españolidad a la mínima expresión. Quedó de ella el machismo y la retranca de bar, pero incluso estas fueron gradualmente diluidas con el paso de las películas de Padre no hay más que uno. La franquicia se ha ido haciendo tan depurada, tan terriblemente insípida, que no es de extrañar que Segura planee ahora mismo volver a su personaje más popular como Torrente presidente: al igual que La familia Benetón, podría tratarse de una reacción alérgica —la necesidad de mostrar tu verdadero rostro reaccionario— cuando el modelo que tanto dinero te está dando se hace demasiado asfixiante, demasiado opresivo.
Padre no hay más que uno 4: Campanadas de boda es el entretenimiento expedido por una Inteligencia Artificial que ha procesado todos los referentes enumerados hasta ahora para favorecer los intercambios económicos habituales, garantizando el flujo de espectadores porque domina a la perfección su nicho de mercado. Un nicho que desde luego no importuna a nadie, que no desafía la sensibilidad de nadie, pero que a fuerza de asegurar taquilla volverá a ser celebrado como vanguardia de la industria mientras la única forma que parece encontrar Segura de seguir sintiendo pasión por algo es pelearse con los haters de Twitter. O, como vemos en Campanadas de boda, permitiéndose algún acto personal de vindicación.
En Campanadas de boda, por motivos que no merece la pena explicar, aparece el director estadounidense Dennis Dugan interpretándose a sí mismo. Dugan es conocido en Hollywood por su estrecha colaboración con Adam Sandler: le ha dirigido en Un papá genial, Niños grandes o Jack y su gemela, donde Segura participó. Aquí no estaría solo presumiendo de amiguetes —como implica la recuperación de Neus Asensi tras la disputa que tuvieron en 2020—, sino que podría querer remitir a la valoración del cine de Sandler en su país natal. Un cine sistemáticamente machacado por la crítica que no obstante tiene muchísimo éxito y que, desde una óptica estrictamente populista, se legitima a base de taquillazos y acuerdos provechosos con marcas estilo Netflix. Es el cine que Segura siente que está haciendo.
Y quizá sea el cine que hace, en fin. La gente va a verlo. En plena pandemia La llegada de la suegra se las apañó para llevar a casi dos millones de espectadores a las salas. Lo que parece obvio, sin embargo, es que a lo largo de la saga se ha devaluado cualquier ímpetu creativo, cualquier tentativa de mirar alrededor, cualquier mínimo interés por hacer películas antes que churros. España ya no es diferente, solo tan aburrida como cualquier otra cosa.