En la calle Miguel Servet, una pequeña vía que une Embajadores con Lavapiés, en Madrid, ha cerrado una vieja farmacia. Era el típico establecimiento que formaba parte de la geografía sentimental y patrimonial del barrio, con su escaparate y puertas de madera. Desconozco el motivo del cierre. He leído en redes sociales que el dueño falleció y la han trasladado, pero no vi ningún letrero en el escaparate que lo aclarase. Ahora hay un establecimiento de consignas de maletas, abierto 24 horas, con letras blancas sobre un portón tapiado de negro. En un radio de pocos metros en Lavapiés hay ya siete de esos locales en los que no hay trabajadores y puedes dejar tu equipaje a través de un código que adquieres online.
Un poco más abajo, en el Paseo de Santa María de la Cabeza, cerraba hace unas semanas otro de esos establecimientos por lo que aparentemente no pasaban ni el tiempo ni los inspectores de trabajo: el restaurante de comida china Buen Gusto. Llevaba abierto 27 años, con sus grandilocuentes mesas giratorias de mármol, hasta que un fondo buitre se hizo con todo el edificio forzando su cierre. Enfrente, hace apenas un año, cerró otro establecimiento mítico de encurtidos.
En Madrid da la sensación últimamente de que todo se está homogenizando o poniendo en venta. La sensación de que en cualquier momento puede cerrar tu taberna favorita y ser sustituida por otro e idéntico establecimiento de café de especialidad. O la sensación de que antes o después hasta las farolas y semáforos serán de pago (espero que esta ocurrencia no fructifique).
Elegir vivir en Madrid siempre fue, en cierto modo, un sacrificio. Sacrificabas consciente y alegremente la comodidad, las distancias o la capacidad de ahorro, por la autenticidad de una ciudad vibrante, entusiasta, con mejores oportunidades laborales y hasta personales. Es una sensación que todavía permanece, por eso aquí seguimos, pero en contraposición con otra de extrañeza y casi de expulsión.
La mayoría de los residentes de Madrid no nacen aquí ni viven en la misma casa durante más de cinco años, el tejido físico de la ciudad cambia constantemente moviendo a multitudes densas donde casi nadie sabe el nombre de casi nadie y donde los precios son cada vez más altos para condiciones de vida cada vez inferiores. Eso siempre ha pasado, en mayor o menor medida. Pero ahora hay una estimulación constante del desarraigo. Probablemente, algunos veinteañeros que acaban de mudarse a Madrid estén dando sus primeros paseos por la calle Bailén, recorriendo el Retiro, callejeando por la Cava Alta, sacándose selfies desde lo alto de la colina del cerro del Tío Pío, sintiendo la estimulante infusión de posibilidades que brinda la ciudad cuando acabas de llegar. Pero para muchos de los que llevamos un buen tiempo aquí instalados, esa sensación convive con la percepción de que la ciudad está mutando en algo cada vez más artificial que podría replicarse en cualquier otra ciudad, en cualquier otra parte. Es la enfermedad de la homogenización sobre la que tanto ha reflexionado la escritora Marta Sanz. Volverlo todo idéntico minimiza nuestra capacidad para percibir las contradicciones y ver los problemas, dice Sanz.
No solo pasa en Madrid, claro. Pero yo escribo de lo que vivo. Tampoco me gustaría sonar como el meme del señor Burns con la gorra hacia atrás, una millennial trasnochada e irascible que idealiza el pasado y teme el presente. Hay cambios positivos, los cambios son necesarios para que una ciudad funcione. No todo “era mejor en los viejos tiempos”. Sin embargo, los cambios que vemos ahora no parece que tengan como objetivo hacer que la ciudad sea más habitable para el vecino, si no más habitable para el que compra o casi más habitable para el de fuera. No sé si existe un antídoto para esa sensación de desposesión o simplemente tendremos que aprender a convivir con ella. Al menos si algún día nos mudamos, expulsados por los precios de alquiler, tendremos lugares de sobra en los que dejar temporalmente las maletas.