Ha fallecido Bill Viola (Nueva York, 1951 - Long Beach, 2014), máximo exponente del videoarte y uno de los pocos artistas “indiscutibles” que quedaban. Quizás suene exagerado hablar de “indiscutible” en un mundo en el que todo se discute y genera polarizaciones. Pero, en el caso de Viola, nos encontramos ante un artista cuya obra está rodeada de ese aire cultual que instaura en el espectador la conciencia de estar contemplando “imágenes de excepción”, que abordan temas que a todos nos conciernen. Sus “imágenes-altar” podían verse tanto en un museo como en una iglesia. Y, pese al tono de gravedad y de trascendía que posee toda su producción, Viola jamás cayó en una suerte de clasismo que restringiera su nicho de público. Como le gustaba recalcar: “En todas partes donde pueda haber imágenes es donde quiero que esté mi obra. Creo que la mayoría de artistas estarían de acuerdo. Lo que queremos es llegar a la gente, no importa con qué tecnología o con qué medio: lo que cuenta es el mensaje, la idea”. Y, con total seguridad, sus trabajos llegaron donde la mayoría de los creadores contemporáneos no han podido. La exposición de cada una de sus obras siempre ha constituido un acontecimiento que atraía al público con independencia de gustos, preferencias de lenguaje y competencias en el arte contemporáneo.
Discípulo de Nam June Paik, Bill Viola ha tenido el privilegio de ser el video-artista más cotizado de la historia. Pero, sin embargo, su producción no ha caído en la mistificación del soporte que suele acompañar a las nuevas tecnologías. Sus piezas no han cautivado la atención del público por utilizar un soporte como el vídeo, sino porque relatan historias y situaciones comunes a cualquier ser humano. El gran acierto de Viola ha sido tratar los grandes temas universales de la humanidad -el nacimiento y la muerte, la trascendencia, la belleza y la memoria-. Su discurso, en este sentido, se ha mostrado divergente con respecto a los grandes asuntos que ha tratado y trata el arte en el actual mundo globalizado -género, identidad, feminismo, decolonización-. Viola ha regresado a preocupaciones que lo hermanaban con los artistas medievales y barrocos. Y lo ha hecho aplicando aquello que Michel Maffesoli denominaba una “estética de la lentitud”. Acostumbrados a verlo todo deprisa, a consumir imágenes sin diferir, Viola ralentiza el tiempo hasta convertirlo en una materia casi tangible. Es el máximo representante de esa estirpe de artistas contemporáneos -entre los que cabría incluir a nombres como David Claerbout o Maaike Schoorel- que frena el tiempo para recuperar el vértigo de ver. Sirva como ejemplo, en lo tocante a esto, un proyecto como “The Quintet Series” (2000), integrada por cuatro vídeos donde se muestran las expresiones de cinco actores a cámara tan lenta que puede apreciarse cada detalle que va cambiando en su expresión. La serie supone un desafío para el espectador ya que requiere gran concentración para poder seguir los cambios en las expresiones faciales. En una sociedad tan perniciosamente emocional como la contemporánea, Viola ofrece la alternativa de las “emociones lentas” como un modo de redimir y estudiar las pasiones del alma. En su obra, las lágrimas ya no tienen que avergonzarse por ser derramadas. En sus propias palabras, “las lágrimas son la expresión humana universal de la emoción, desde un bebé hasta un abuelo, desde los pasados hasta hoy”. Mucho más allá de la superficialidad y el oportunismo de una serie como “Crying Men”, de Sam Taylor-Wood, las emociones y las lágrimas que expresan y dejan caer los personajes de Viola ofrecen ese “alma común” que comparten todos los individuos con independencia de su cultura, edad o religión.
En “Heaven and Earth” (1992) -otra de sus obras maestras-, Viola condensa lúcidamente otra de sus grandes materias de reflexión: la continuidad ineluctable entre la vida y la muerte. El nacimiento de su hijo, en 1988, y el fallecimiento de su madre, en 1991, fueron contrapuestos en un vídeo en el que, lejos de cualquier posición maniquea o trufada de lugares comunes, nos ofrece el nacer y el morir como fases inseparables de un ciclo eterno. De hecho, en su obra, Viola, en lugar de fragmentar y clasificar en compartimentos estancos, genera conexiones entre todos los elementos de cosmos, en un intento por recuperar una visión holística de la existencia. La omnipresencia del agua -principio vital por excelencia- en una mayoría de sus piezas demuestra la necesidad de crear flujos de continuidad entre las diferentes regiones de lo vivo. De acuerdo con su filosofía, la muerte solo es el garante y la confirmación de la prosecución de la vida. De ahí que su desaparición permita ser vista como la prueba irrefutable de la continuidad y revitalización de su obra. Todo lo que muere siempre deja paso a otra forma de vida.