Al cumplirse el tercer aniversario de las protestas del 11 de julio del 2021, es relevante pensar cómo las autocracias sobreviven por nuestra demora en hablar en público lo que pensamos en privado
Hay un libro reciente que nos ayuda a entender esa organización colectiva del silencio. Es de autoría de quien fue durante varios años el director de la Biblioteca Nacional de Uruguay, el periodista, escritor, dramaturgo y artista plástico, Carlos Liscano. El libro se llama Cuba, de eso mejor ni hablar.
El libro forma parte de un género abundante que es la literatura del desgarro político. Liscano escribió un testimonio que fue surgiendo como una pulsión poderosa, en gran medida durante los raros meses de la pandemia. Era como si un yo profundo quisiera sacar de adentro una narrativa personal que se había ido formando en infinitas percepciones, discusiones, miradas, lecturas, vivencias, y ahora salía como la explosión de un volcán interior.
Liscano murió poco tiempo después de salido este libro, por lo que es posible que haya sido un ajuste de cuentas consigo mismo. Se lo debía y murió sin esa deuda.
Pero nosotros sí tenemos una deuda con él, porque la vibración de su texto nos interpela. Después de participar de la épica de playa Girón, ahora describe la trama de una dictadura sostenida en una narrativa hecha jirones en la playa, y que además ofrece a los cubanos una vida cotidiana con la esperanza desterrada.
Sus amigos y su propia vida política y personal están enjuiciadas por él mismo. ¿Qué es lo que hace que no miremos lo que no queremos ver? ¿O que no digamos lo que queremos decir durante muchos años, durante largas décadas? ¿Cómo funcionan las religiones políticas para que, en comunidad, en racimo, nos mintamos a la cara? ¿Cuál es la febril construcción del enemigo para que justifique encubrir cosas que despreciamos?
“No sabíamos porque no queríamos saber”, dice Liscano. “Hoy es prácticamente imposible hablar con amigos de izquierda sobre Cuba, a menos que sea para elogiar el socialismo cubano y denunciar el bloqueo de Estados Unidos (…). No he querido tener problemas con amigos y compañeros con quienes nos conocemos hace más de cincuenta años”, agrega.
Una dictadura establece su régimen de verdad y su régimen de silencio, y eso se logra mediante un ecosistema de actores, entre los cuáles cumplen un papel decisivo en el caso cubano un batallón relevante de artistas, intelectuales y escritores internacionales.
“Turistas ideológicos”, los llama. Fueron todos seducidos hasta hoy por la leyenda del guerrillero heroico, como el modelo “más elaborado del pensamiento latinoamericano”, dice Liscano. A ellos les dedica muchas páginas porque es evidente que ese soft power fue realmente real power para los hermanos Castro.
Los describe como sirvientes de una dictadura para la que hacían su trabajo sucio: explicar en salones cultos del mundo democrático la “necesidad histórica” de los fusilamientos, los encarcelamientos por décadas y la restricción absoluta de libertades. Esa amplia narrativa democrática mundial fue clave para apuntalar durante seis décadas la dictadura, desde el primer Jean Paul Sartre y Michael Moore a Podemos. Estos levantan olas de indignación por cualquier restricción de libertades en sus países, al mismo tiempo que construyen un muro de excusas para proteger al Estado policial cubano.
Quizás los sistemas de protección internacional de derechos humanos deberían establecer la regla de que, si uno pide la ayuda para la defensa de un derecho en su país, entonces debe ser solidario con los que piden el mismo derecho en otros países. Eso haría más fácil que los derechos tengan efectivamente una protección universal. Los turistas ideológicos estarían forzados a ser más coherentes.
Cuando Liscano volvió de un viaje a Cuba a Suecia, donde se exilió después de salir de la cárcel, no solo los latinoamericanos exiliados no querían escuchar sus impresiones sobre la ineficiencia brutal en la isla, sino tampoco los suecos.
Por supuesto que el no querer saber es universal. Presentimos que algo raro hay por lo que ni siquiera nos acercamos para que no se nos disipe nuestro mundo. En América Latina el no querer saber ha sido funcional a todas las dictaduras, y todas las violencias, de la orientación que fueran.
Hoy sabemos que el ciudadano que no quiere ver y no quiere saber es un recurso necesario para las autocracias. Si se pudiera hacer una escalera descendente de cómo se llega al entierro de las libertades públicas, una condición clave para bajarla es un hastío ciudadano por enterarse, por informarse, por conocer los lados más oscuros de un sistema, lo que lleva a un acto colectivo de cerrar los ojos.
Y si se quiere entender cómo se sale del sótano de las dictaduras hacia la luz de las libertades, es evidente que consiste en el proceso inverso: empieza a aclararse cuando ya empezamos a enterarnos, pero no lo decimos, y así se acumula una verdad contenida que empieza a presionar.
El siguiente escalón para salir de la oscuridad son los sucesivos estallidos en las calles de la isla, que son momentos en los que esa verdad contenida brota en público. Así llegó el 11 de julio del 2021 y así ocurrirá con los próximos. Ahí volverán a cortar internet, detener youtubers en directo, golpear a los manifestantes, encarcelar a cientos, cada vez con una violencia más desnuda.
El 12 de julio la policía en La Habana mató de un disparo a un joven de 36 años e hirieron a otros. El régimen posiblemente será cada vez más brutal, pero más inocuo. Al régimen solo le queda la impotencia de su violencia. Por eso, el autócrata Díaz-Canel podrá gritar que “la calle es de los revolucionarios”, pero está claro que la palabra es cada vez más de los demócratas.
Liscano tuvo un entramado vital profundo con la revolución socialista latinoamericana y con su gran caso histórico, que fue la Revolución cubana. Pero ya desde sus años de cárcel en Uruguay sus convicciones comenzaron a trastabillar, frente a un silencio frondoso, organizado capilar y espontáneamente por la comunidad revolucionaria y sus dominados.
En las dictaduras no hay un policía por cada ciudadano, sino que aquellas se aprovechan de la mano invisible del miedo que tapa los ojos y la boca de cada uno. Los sueños que tuvimos y no queremos perder también nos tapan la mirada y la voz. No quisiéramos perder esa ilusión y la protegemos. Nos hacemos trampa a nosotros mismos.
Liscano recuerda que no se podía poner en duda el objetivo de la modelación de “un hombre nuevo”. Era un mito religioso, sagrado, que solo un hereje podía discutirlo. El exilio, como sabemos, fue un gran democratizador de gran parte de quienes integraron los movimientos revolucionarios que aspiraban a construir dictaduras cubanas en sus países.
Ese cambio de entorno brutal, repentino, les abrió los ojos. Tanto a los que llegaron a sociedades autocráticas como la propia Cuba o Alemania Oriental, como a los que se refugiaron en países democráticos desarrollados. “Ahí por primera vez me sentí ciudadano”, recuerda Liscano de su exilio en Suecia.
Desde 1959 la dictadura castrista ha ido variando la forma de sustraer de la vida pública a las vidas y los cuerpos de sus opositores. Desde los fusilamientos, los campos de trabajo, las persecuciones constantes, la presión para el exilio, hasta los entierros durante décadas en celdas por las más mínimas disidencias. Y al resto de los cubanos le sustrajeron durante seis décadas la iniciativa individual.
Liscano cita discursos de Fidel Castro, y hay que reconocer que este cumplió su promesa: “Hay que decir que no tendrán porvenir en este país ni el comercio ni el trabajo ni la industria privada ni nada”. Sesenta y cinco años después de tomar el poder, Liscano describe: “Cuba no produce nada, ni azúcar. No tiene industrias, no tiene cultura empresarial, su gente ha perdido sus hábitos y las habilidades de trabajo y carece de educación democrática y republicana”. Y concluye: “Castro solo dejó discursos”.
Por eso, el exilio de masas fue tanto externo como interno. Eduardo Galeano, alejándose del castrismo en el 2003, decía que “la burocracia llega a ser el único elemento activo”. Nada más claro que el contraste con el despliegue extraordinario de la comunidad cubana en los Estados Unidos: el día y la noche, con el mismo pueblo. Finalmente, lo que está conquistando el país del norte es la energía vital de los exiliados, no las ideas muertas de los castristas.
Esto ofrece un panorama esperanzador para el próximo futuro democrático de Cuba, pues esa comunidad puede convertir rápidamente a la isla en un país con libertades y muy pujante.
Ese país puede convertirse en poco tiempo en uno de los más desarrollados de América Latina. Así de caprichosa es la historia.
Fernando J. Ruiz es profesor de Periodismo y Democracia en la Universidad Austral, y consejero académico de Cadal (www.cadal.org).