Desde el derrumbe del campo socialista hasta la fecha, si un tema ha permanecido en la palestra pública de Cuba, ha sido precisamente el de la producción de alimentos y su impacto en los resquicios más minúsculos de la sociedad.
Con solo seguir el rastro de su tratamiento desde los medios de comunicación, la academia o la gestión de Gobierno a todos sus niveles, de seguro que un investigador, un tanto suspicaz, encontraría dos grandes elementos, que han andado en paralelo; pero excluyéndose entre sí, casi como el aceite con el vinagre.
El primero de ellos ha sido el reconocimiento al carácter estratégico que tiene producir alimentos, al punto de considerar el asunto una cuestión de seguridad nacional. El segundo elemento se encuentra en las maneras mediante las cuales, a un tema tan importante se le ha dilatado la solución de los conflictos que impiden liberar las fuerzas productivas en el campo para tener la agricultura que el país merece.
Esa contradicción ha sido una de las grandes paradojas vividas en los últimos años. ¿Cómo es posible que, al cabo de tres décadas, todavía se hable de proyecciones que fueron más que planteadas en los inicios del período especial y que estuvieron dentro de las estrategias para superar el conflicto alimentario generado por el recrudecimiento del bloqueo de Estados Unidos y la caída del campo socialista?
Un elemental análisis de contenido a los planteamientos orales que suelen hacerse en las reuniones donde se ventila el asunto, arrojaría la reiteración de un grupo de ideas; las cuales muchas veces se presentan en tono de exhortación o bajo el aliento de incertidumbre que suele caracterizar el examen de un problema en los inicios, no en sus conclusiones.
«Hay que producir más —se oye—. Hay que ver la causa del problema. Hay que pegarse más a la base y exigir más a los cuadros allí. Hay que ver por qué razón en un lugar no se ven resultados y en otros sí, a pesar de encontrarse en el mismo territorio o en el mismo país».
En medio de tantas reiteraciones, tal pareciera que, a lo largo de estos años, se ha estado en una permanente búsqueda del agua tibia. Pero lo que más llama la atención es que un asunto tan complejo muchas veces se enfoque desde una solución sencilla y no con una visión donde se integren muchas partes.
Esa inquietud aparece cuando se escucha una de las frases más socorridas: «Hay que producir más». Muy bien, ¿pero será lo único? Y si así fuera, ¿cómo llegar a ese picaporte de maravillas?
Desde esa postura «masificadora», uno de los detalles que llama la atención es que no se reitere con la misma fuerza que las otras ideas la atención a las comunidades campesinas, donde pensar una gestión para la vivienda es un verdadero pasaje a lo desconocido por la burocracia, la lejanía y la falta de transporte.
Pero también resulta notorio que se diga poco del acceso a semillas de calidad, eficientes sistemas de riego, de estímulos financieros e impositivos o de una verdadera y actualizada cadena de contratación, distribución y comercialización que ponga los alimentos en camino a la mesa como debe ser.
Ese último punto es desde hace tiempo un verdadero dolor de cabeza para las mayorías y una verdadera fiesta para ciertas minorías; que ven en ese espacio del sistema agrícola el caldo de cultivo para desviaciones y corrupciones que de tan reiteradas a ojos vistas hoy se corre el inmenso peligro de verlas ya como algo natural, aunque públicamente se diga la contrario.
Cabría preguntarse, entonces, a ojos vistas de este último fenómeno: ¿de qué valdría producir tanto si esos resultados se irían por el tragante sin fondo del mercado negro?
Si no fuera un problema tan grave y más en estos tiempos, de seguro que se haría la invitación al juego de adivinanzas donde te avisan que estás tan cerca de la verdad, que te quemas.
Pero la realidad y los frijoles no son un juego, mucho menos de adivinanzas y sí de bastante sentido común para no terminar quemados en la orilla buscando lo que no existe: la solución única y mágica del problema.