Meditación para este domingo XV del tiempo ordinario
Con fuerza sanadora Jesús envía a los suyos. Capacitados con toda clase de dones salvíficos, ellos continuarán la misión iniciada por el Maestro. No queda tiempo para detenerse, no se puede esperar ni un momento más. El amor es un continuo ir hacia adelante y hacia arriba, llevando todo y a todos hacia Dios. Leamos y meditemos:
«En aquel tiempo llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y decía: “Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, en testimonio contra ellos”. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Marcos 6, 7-13).
La llamada y el envío de Cristo a sus apóstoles se van haciendo cada vez más amplios. Primero les llama uno a uno; ahora les envía de dos en dos y finalmente les constituirá en Iglesia, es decir, en comunidad universal de experiencia y respuesta de amor. El núcleo pulsante de este dinamismo es el encuentro de los elegidos con el Dios que les habla y les llama por medios muy humanos. Desde aquí cobra nuevo significado toda la realidad que nos compone, como la historia, las relaciones sociales y la misma manera en que podemos conocernos y trascender. Entonces se entiende que evangelizar es dar luz, la luz, sobre todo lo humano que ha de tender hacia lo divino. Lo banal y transitorio ha de transfigurarse en materia, tiempo y espacio sagrados. Porque Cristo ha venido para convertir el agua en vino, para dar de comer a cinco mil con cinco panes y dos peces, para hacer de la cruz de maldición la mayor prueba del amor de Dios, que vence la muerte para llenarnos de vida.
Las palabras con las que Jesús envía a los suyos no son una sugerencia, sino un mandato. Quien le ama no puede dejar de liberarse de todo lo accesorio para invitar a otros a conocerle, amarle y seguirle. Eso significa asumir desafíos y superar obstáculos, implica también relativizar lo que podíamos considerar un bien muy valioso en favor del Bien mayor, que se gana sabiendo perder. Pero aquí es donde solemos quedarnos a mitad. Nos cuesta dar ese paso de libertad. Ponemos frenos y cerramos puertas al dinamismo del amor. De modo que terminamos valorando más los medios que el fin y mirando más nuestra debilidad que la fuerza de Dios. En cambio, Él nos revela que lo valioso de la vida suele ser lo más sencillo, que lo más alto implica la humildad de ponernos por debajo, que la belleza no está en aparentar, sino en que la realidad refleje su autenticidad y armonía. Estos son algunos de los demonios que el Salvador nos hace capaces de someter y expulsar.
Tantas veces se nos impulsa a alcanzar victorias, medrar y triunfar. Sin embargo, pocas veces se nos invita a tomar el último lugar. La llamada y el envío de Cristo, en cambio, invierten esas prioridades, poniendo cada cosa en el lugar que corresponde. Los Apóstoles saldrán al camino, sí, pero primero tendrán que hacer su personal recorrido desde lo aparente a lo auténtico, dejando atrás tantas de sus seguridades. Desde aquí comienza a actuar la fuerza del Salvador, cuyas palabras son fuego que purifica y transforma desde dentro a cada persona. Y como el mismo fuego, se expande y abrasa siempre más allá, dejando en pie solo lo auténtico. Por todo esto, conviene preguntarse: ¿A qué punto me encuentro en mi seguimiento del Señor, que toma la cruz para liberar y vencer las mentiras del mundo? ¿Cuáles son los frenos que me impiden seguirlo con libertad de espíritu? ¿Cuáles son esos lastres de lo aparente que he de dejar para avanzar con la fuerza de la verdad?