A finales del siglo XIX Tabarca comenzó a despoblarse: escasez de agua, infertilidad de tierras… El que podía se iba. En los años veinte quedaban en la isla unas 1.000 personas. Tras la guerra se vació más todavía y en 1974 INFORMACIÓN publicaba que eran 150 vecinos y que se había perdido la cuarta parte de población en un solo año. A ritmo vertiginoso Tabarca se quedaba sola. «Estamos abandonados», se quejaban los vecinos. La isla no reunía las condiciones para vivir: falta de agua, de luz… Aun así, todavía se oían voces de resistencia: «La tranquilidad que aquí tenemos y el contacto con la naturaleza es un don del Señor que no se paga con nada». El periodista que firmaba aquella noticia ponía, tras la declaración de la vecina, una anotación: «[…] la viejecita, además, decía no entender la fiebre existente por los bienes de consumo». Podía imaginarse lo que venía. En realidad, aquél no era un comentario aislado, sino que varios vecinos hablaban de una mano negra: «Se están empeñando en hacernos la vida imposible para ver si todos abandonamos l’illa y pueden hacer de ella un centro turístico a su antojo».