La política industrial ha vuelto a estar de moda. Tras décadas de rehuir del uso de políticas pensadas para influir en los mercados (por ejemplo, aranceles y subsidios), muchos gobiernos occidentales las han adoptado, alentados por la pandemia de covid‑19 (que expuso vulnerabilidades en las cadenas globales de suministro) y, en un plano más amplio, por el temor al dominio tecnológico y comercial chino, que puede costarle a Occidente incontables puestos de trabajo bien remunerados. Pero para que estas iniciativas prosperen, deben poner el acento en el conocimiento.
La política industrial no tiene un buen historial en Occidente. Los gobiernos que durante la posguerra intentaron usarla no alcanzaron en general sus objetivos, porque apoyaron industrias sin una ruta viable a la rentabilidad; y al llegar las décadas de los 70 y los 80, la abandonaron por completo. Pero si la política industrial se ve como política del conocimiento, su regreso tiene posibilidades de éxito.
Para ser eficaz, una política del conocimiento debe hacer menos hincapié en la creación de conocimiento y más en su difusión. Más allá del valor innegable de las innovaciones, estas son muy costosas y difíciles, ya que dependen de una combinación particular de condiciones que no son fáciles de lograr.
No todos los países pueden aspirar a ser una frontera tecnológica. Pero no hace falta producir innovaciones de avanzada propias para obtener los beneficios (por ejemplo, más productividad, aumento de la riqueza y fortalecimiento de las capacidades militares) derivados de nuevos procesos, métodos e ideas creados en otros lugares.
La difusión del conocimiento (que depende de tener acceso al conocimiento y capacidad para absorberlo) es la clave de una sociedad próspera. Una de las razones principales de la veloz recuperación que tuvieron las economías alemana y japonesa después de la Segunda Guerra Mundial fue que aunque sus infraestructuras físicas estaban en ruinas, el stock de conocimiento estaba intacto.
Ambos países contaban con numerosos ingenieros, médicos, científicos y administradores capaces de absorber, difundir, aplicar y extender el conocimiento avanzado que habían traído consigo las fuerzas estadounidenses ocupantes.
Visto el valor de esas transferencias de conocimiento, podríamos preguntarnos por qué se necesita el involucramiento del Estado. La respuesta es que la difusión de conocimiento es la externalidad por antonomasia. Cuando un individuo o una empresa invierte en conocimiento, es común que solo se quede con una fracción de los retornos: la adquisición de conocimiento suele producir mucho más rédito social que ganancias privadas. Por eso el Estado siempre ha apoyado e incentivado la producción de conocimiento, por ejemplo creando sistemas de patentes y fortaleciendo la educación.
Una política del conocimiento eficaz debe incluir a la vez componentes nacionales e internacionales. Por el lado nacional, exige una política de educación focalizada, subsidios que alienten a los actores locales a importar conocimiento y un marco de propiedad intelectual flexible que encuentre el equilibrio justo entre motivar innovaciones y alentar su difusión.
A los países que están muy lejos de la frontera tecnológica les convienen regímenes de propiedad intelectual laxos, como el que permitió a la India crear una próspera industria farmacéutica. (Aunque después, el ingreso a la Organización Mundial del Comercio la llevó a adherir a una normativa más estricta).
En un mundo geopolíticamente fragmentado, estas medidas locales se tienen que complementar con zonas de libre comercio que faciliten el intercambio de conocimiento entre países asociados. Estas zonas permitirán la especialización en algunas áreas, pero no en todas, lo cual no es necesariamente malo, a pesar de la obsesión de los economistas con las ventajas comparativas.
Al fin y al cabo, un país que esté en la frontera tecnológica (o lo bastante cerca para ser capaz de seguir absorbiendo nuevo conocimiento) tenderá a ser un socio económico más productivo y próspero.
En lo referido a las tecnologías importadas, los países solo deben alzar barreras en sectores donde el objetivo de crear una capacidad local similar (”ponerse al día”) sea a la vez alcanzable y deseable; son los mismos sectores donde tal vez se justifique aplicar subsidios directos.
En este sentido, Estados Unidos y la Unión Europea tienen mejores razones para invertir en fortalecer la industria local de los semiconductores que la India (que está tan retrasada en el área que invertir recursos en ponerse al día es casi con certeza un derroche). Pero incluso Estados Unidos corre el riesgo de no alcanzar el objetivo si no ejecuta una política educativa que aliente el estudio de la ingeniería. Que Taiwán sea líder mundial en producción de semiconductores no se debe solamente a su inmenso knowhow, sino también al hecho de contar con una fuerza laboral bien preparada.
Pero incluso para una economía dotada de las capacidades necesarias, seguir esta estrategia será más costoso y las probabilidades de éxito menores si hay muchos competidores tratando de ponerse al día en el mismo sector. Lo que nos trae a otra razón por la que son útiles las zonas de libre comercio: pueden facilitar la coordinación de políticas, al menos entre aliados. La India estaría mucho más dispuesta a abandonar sus ambiciones en materia de semiconductores si supiera que podrá contar con un suministro estable de un socio de confianza.
Es verdad que ese socio tal vez pedirá algo a cambio, por ejemplo, que la India fortalezca la fiscalización de las normas de propiedad intelectual, lo cual implica grandes costos. Pero en el mundo tenso y dividido de la actualidad, estos intercambios son casi inevitables. Una política del conocimiento razonable debe reconocer las restricciones con las que operan los aliados.
Los gobiernos occidentales se han lanzado a revivir la política industrial en un momento muy difícil. No pueden ignorar los aspectos estratégicos, como cuando la globalización avanzaba a toda marcha y la pax estadounidense era inamovible. Por el contrario, la dirigencia debe estar a la altura del desafío y formular una estrategia industrial‑militar compleja (con inclusión de la política del conocimiento) que tenga en cuenta una amplia variedad de riesgos, objetivos y presiones.
Tano Santos es profesor de Finanzas en la Escuela de Negocios de Columbia.
Luigi Zingales es profesor de Finanzas en la Universidad de Chicago y copresentador del pódcast Capitalisn’t.
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