Una de las características más terroríficas de la política contemporánea es la facilidad con la que se extiende el odio. Para describir este fenómeno se ha hablado de crispación y polarización, y ha habido muchos intentos académicos por intentar comprender cómo estos procesos dan forma a la política actual. En todo caso, es como si el odio al que es y piensa distinto se hubiera convertido en un elemento central de nuestra era. No es que antes de nuestro tiempo no hubiera existido el odio, por supuesto, sino que ahora juega un rol central gracias a la rápida difusión de información y desinformación a través de las redes sociales y los medios de comunicación.
Cualquiera que se adentre en los submundos de la extrema derecha española podrá comprobar cómo la imagen que se tiene del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y de los representantes del Gobierno en general, es la de un enemigo o traidor a la patria que sería capaz de hacer cualquier cosa para lograr sus objetivos. Los habitantes de este submundo han deshumanizado por completo a sus adversarios políticos, ahora convertidos en enemigos terribles que continuamente conspiran y actúan para hacer el mal. El perfil que se dibuja es el de una izquierda que ha trazado un plan maléfico que desea imponer a toda costa. Incluso periodistas que hace diez años eran rigurosos describen hoy al presidente en esos mismos términos. El sesgo de confirmación es de tal calibre que, ante cualquier noticia, rumor o bulo, millones de individuos otorgan la máxima verosimilitud a lo que a ojos de cualquier otro sería una completa estupidez. Así, esas personas se convencen fácilmente de la fidelidad de cualquier noticia que refiera a la responsabilidad del enemigo ante algo que haya salido mal, sean datos económicos nacionales o un altercado callejero. Pero, ¿a qué se debe tanto odio?
En su reciente y magnífico libro 'Doppelganger', Naomi Klein apunta que las teorías de la conspiración que proliferaron durante la pandemia, especialmente en Estados Unidos, encontraron un caldo de cultivo perfecto en la era de gran incertidumbre en la que vivimos. Ante las amenazas del cambio climático y del desempleo y la precariedad, entre otras, y la falta de horizontes atractivos y seguros, la gente está desconcertada y busca relatos que ayuden a dar sentido a esta dura realidad. Según los especialistas Michael Butter y Peter Knight, las teorías de la conspiración proporcionan ese sentido anhelado a través de un relato coherente, sencillo y eficaz que asume que todo ha sido previamente planeado y que nada sucede por casualidad. Además, entre otras cosas, estas teorías contribuyen a señalar culpables de carne y hueso sobre los que volcar la ira y la frustración; hasta el punto de que esos villanos imaginados por las teorías de la conspiración son comprendidos como algo que debe ser detectado y exterminado.
Las teorías de la conspiración difieren en su nivel de sofisticación, pero también en su verosimilitud. Esto se debe a que ciertamente existen las conspiraciones reales –los acuerdos tras bambalinas entre importantes actores políticos, económicos o militares–, y eso hace más difícil discernir entre lo que es una conspiración real de una que no lo es. Esa confusión permite también difuminar las diferencias entre los conservadores y los progresistas a la hora de asumir los relatos conspiranoicos. Por ejemplo, las empresas farmacéuticas ganan mucho dinero produciendo medicamentos y vacunas para sanar a la población enferma, pero sería equivocado concluir que tales medicamentos y vacunas responden al deseo de dichas empresas de enfermar a los ciudadanos. No obstante, el discurso antivacunas se ha extendido a derechas e izquierdas en nombre de tales argumentos, e incluso de otros más estrambóticos si cabe. De la misma forma, está confirmado que en España policías y medios de comunicación han operado concienzudamente para intervenir en contra de fuerzas políticas de la oposición. A pesar de eso, sería incorrecto derivar de ahí la conclusión de que todos los policías, medios de comunicación, y gente que discrepa en general, forman parte de un gran plan contra esas fuerzas de oposición. Las cosas son bastante más complejas.
En Estados Unidos, el recurso a la teoría de la conspiración es constante entre los representantes de la extrema derecha. Han construido diferentes relatos según los cuales los liberales estadounidenses forman parte de una gran conspiración mundial para cercenar las libertades individuales y acabar con los valores y principios que supuestamente representan su visión –idealizada– de nación. Desde la teoría del Gran Reemplazo hasta la Plandemia, pasando por los supuestos planes de construir un nuevo orden mundial totalitario al servicio de los comunistas, todas estas narrativas vehiculan el odio al diferente con objetivos políticos evidentes. El problema evidente es que millones de personas creen en al menos una de estas teorías, sin que la lucha por proporcionar datos que desmonten esas chifladuras hayan demostrado éxito alguno. Tanto es así que prácticamente da igual los delitos que cometa Donald Trump porque, a ojos de los creyentes en estas teorías, mucho peor es lo que representan los liberales y la izquierda.
En España, de hecho, también tenemos nuestros precedentes cercanos. Tras los atentados del 11M en 2004, importantes actores políticos y mediáticos se sumaron a la teoría de la conspiración según la cual detrás del atentado no estaban grupos yihadistas sino la organización terrorista ETA. Como bien supieron ver en el PP, las implicaciones políticas variaban enormemente según quién fuera el responsable real. Pero lo más relevante aquí fue que se comenzó a extender la idea de que la izquierda, y el PSOE en particular, estaba dispuesta incluso a matar compatriotas con tal de ascender al poder. Incluso hoy, la principal fundación conservadora, FAES, sigue vinculada a aquella teoría de la conspiración, mientras que muchos de los más influyentes periodistas conservadores mantienen su fidelidad a las tesis originales que culpabilizan a la izquierda del atentado. No es de extrañar, entonces, que una vez se ha traspasado esa línea todo lo que venga después sea igual o más grave.
Como dice Naomi Klein, se trata de un juego de espejos. Y ocurre en todas partes del mundo. Para justificar la invasión de Ucrania, Vladimir Putin ofreció un discurso en el que acusaba a los ucranios de exactamente los mismos delitos que el ejército ruso estaba a punto de cometer. Aún hoy, millones de personas, muchas de ellas de izquierdas, justifican el imperialismo ruso sobre la base de argumentos tan débiles como los que Donald Trump utilizó para justificar el asalto al Capitolio. La diferencia suele residir en los sesgos de confirmación: lo que estamos dispuestos a creer a priori con independencia de los datos reales.
Klein añade un aspecto aun más inquietante al respecto de estas cuestiones. Su libro más conocido, 'La Doctrina del Shock', desarrolló la idea de cómo las grandes corporaciones y el poder político aprovechan los momentos de gran confusión para transformar la sociedad en beneficio de sus propios intereses. Ella nunca postuló que tales momentos de shock hubieran sido planificados de antemano, sino que, dado ese nuevo contexto (derivado, por ejemplo, del huracán Katrina en 2005), los poderes conservadores y reaccionaros tomaron posiciones más agresivas y pusieron en marcha programas que, en ausencia de tal shock, hubieran sido impensables. Sin embargo, como ella denuncia, su tesis ha sido leída crecientemente como una gran conspiración preparada previamente. Mucha gente, a izquierda y derecha, piensa que lo que sucede se puede explicar mediante una gran conspiración. Según Klein, mediante esa forma de pensar, las fronteras entre la izquierda y la derecha se han ido difuminando hasta el punto de que, respecto a las vacunas, la Covid, el supuesto plan para borrar a las mujeres, o las medidas de restricción para combatir la pandemia, mucha gente de izquierda y de derecha ha terminado asumiendo los mismos planteamientos.
En definitiva, la difusión de teorías de la conspiración, ya sea en su forma tosca o sofisticada, son un serio problema para la supervivencia de la democracia. Son discursos estratégicos difundidos generalmente desde las elites, desde quienes creen que pueden sacar provecho de la creencia generalizada en tales mentiras, pero se inoculan en sujetos individuales que luego actúan coherentemente en sus vidas privadas y públicas. Por eso no es necesario recurrir a ningún plan malévolo para intentar explicar por qué, por ejemplo, algunos jueces en España dictan sentencias del modo que lo hacen; lo más probable es que ellos, como tantos otros ciudadanos conservadores, crean firmemente en que su actuación es parte de la solución para erradicar el mal.