Faltan menos de tres semanas para el 28J, fecha en la que Venezuela enfrentará una encrucijada política trascendental. No lo quiso el destino, fueron Maduro y su círculo quienes hicieron coincidir ese día con la efeméride del nacimiento de Hugo Chávez. Esa invocación al chamán de la revolución bolivariana tampoco funcionó; el Eterno ha devenido en amuleto sin poderes y nada podrá hacer para evitar la derrota aplastante que les aguarda. Será, por tanto, un día histórico porque millones de venezolanos van a expresar un deseo largamente contenido, desalojar a Nicolás Maduro del gobierno.
Quienes guardan recuerdos de los finales de períodos constitucionales de gobierno en el pasado reciente, tienen idea de la liturgia del traspaso de mando. Era una de las tradiciones democráticas más significativas porque sacralizaba el principio democrático de la alternabilidad en el poder. Pero aquí hace un cuarto de siglo que eso no ocurre y una vasta porción de venezolanos nunca la ha visto. Pues bien, ojalá puedan verla el próximo 10 de enero de 2025.
¿Podría ser que eso no ocurra? Podría ser, pero a un altísimo costo político, social y económico que, sin razón alguna, se le impondría a la ya suficientemente castigada población venezolana. No existe racionalidad política alguna que lleve a pensarlo ni amenaza alguna que motive a las Fuerzas Armadas de Venezuela, único actor que podría impedirlo, a tomar una decisión tan trágica. Y es que los venezolanos, desde antes incluso de que se iniciara la campaña electoral, han dado muestras democráticas y tremendamente contundentes de cuál es su real voluntad: sacar a Maduro del poder. ¿Qué podría llevar entonces a los jefes militares del país a atar el destino de la institución castrense a una aventura contraria a la soberanía popular? Nada, solo la locura y hasta ahora han demostrado no serlo.
La otra tradición democrática, cubierta por el polvo de la falta de uso, es la del traspaso efectivo del poder. Si se toma como referencia la que Diosdado Cabello le hizo a Henrique Capriles en Miranda tras las elecciones de 2008, pues habría que pensar en la política de tierra arrasada. Pero ha habido otros traspasos de otras entidades federales en los que no se actuó con ánimo obstructivo, pensando en positivo, bien podría esta ser otra ocasión.
La liturgia no tendría, en principio, por qué ser distinta. El presidente electo tendría desde el primer día el apoyo de la Casa Militar y podría comenzar a despachar de La Viñeta, si es su preferencia. Habría una Comisión de Enlace designada por el jefe del Estado electo y la correspondiente en el gobierno saliente. El objetivo es que la continuidad administrativa, que la acción de gobierno no se detenga y sea lo más eficiente posible (bueno, habrá que admitir que esto último será un ejercicio de surrealismo porque detenida está desde hace décadas).
Es obvio que esta no sería una transferencia usual del poder. Hay entre el alto chavismo una gran resistencia a aceptar los patrones democráticos y ya lo han demostrado a lo largo de la campaña electoral. El nivel de hostilidad contra la oposición ha sido muy elevado, antidemocrático y hasta antipopular (los casos de los dirigentes opositores encarcelados y el de las vendedoras de empanadas de Corozo Pando así lo demuestran). ¿Sería esa intolerancia razón suficiente para tornar caótica una toma de posesión que puede ser pacífica y ordenada? No debería serlo, en particular para quienes toman las decisiones. Principalmente porque es su obligación y son responsables por ello, luego, porque quizás sean ellos los primeros beneficiarios, si alguna vez quieren volver a gobernar.
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