Parece que pocos analistas (locales, obvio, porque a los extranjeros les interesa un reverendo pepino) han advertido el enorme paralelismo que existe en las carreras políticas de Marine Le Pen, la ultraderechista lideresa francesa que acaba de irse de cara contra el rechazo popular cuando ya se creía lista para llegar al poder, con Keiko Fujimori, la ídem peruana que ha vivido lo mismo tres veces y s
Jean-Marie Le Pen, el papi de Marine, un troglodita racista, misógino, antisemita, capaz de decir que las cámaras de gas del nazismo eran “apenas un detalle de la historia de la Segunda Guerra Mundial”, y don Alberto Fujimori, mecenas del grupo Colina —grupete que incineraba estudiantes y aniquilaba opositores— y corrupto confeso, condenado por delitos de lesa humanidad por la justicia de nuestro país.
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Mientras Jean-Marie, en su programa político para tentar la presidencia de su país, planteaba que Francia se retirara de todos los acuerdos internacionales —incluyendo el de Maastricht y el Schengen—, Alberto se pasó toda la segunda mitad de su gobierno tratando de salirse de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y lo logró en parte en 1999, cuando su Congreso servil decretó el retiro del Perú de la competencia contenciosa de esa entidad. Como ven, tremendas joyitas ambos caballeros.
Pero allí no acaba la cosa. Ambas, Marine y Keiko, comenzaron sus carreras declarándose herederas políticas de sus progenitores, pero, al poco tiempo, se dieron cuenta del lastre que representaban y optaron por —dicho freudianamente— “matar al padre”. Es decir, defenestrarlos de sus respectivos partidos (Le Pen expulsó a su papi de Agrupación Nacional el 2015 y Keiko se deshizo de todo lo que oliera a Alberto en su campaña del 2016), para ver si les ligaba el juego hipócrita de mantener el capital político “duro” de papá, pero apuntar también a pescar a los incautos que se creyeran el cuento.
En ese afán, cual serpientes en temporada de muda, fueron cambiando de “principios” a la medida de los nuevos públicos. Así, Le Pen ablandó sus posturas y se mostró más “inclusiva” que el padre, suavizó su condena al aborto, al matrimonio de personas del mismo sexo y hasta coqueteó con la comunidad judía francesa. De paso, le cambió del nombre al partido, que pasó de Frente Nacional a Agrupación Nacional, nombrecito que expide menos el tufillo facho nacionalista original.
¿Y Keiko? Bueh, todos los hemos visto. El infame Cambio 90–Nueva Mayoría–Perú 2000 que arrastró su padre a lo largo de sus reelecciones pasó a ser el Fuerza Popular de los últimos años. Al mismo tiempo, también lo intentó todo en materia de cambios de caparazón, como cuando, convertida en la Keiko de Harvard, el 2016, quiso meternos el cuento de que era más progresista que George Soros, para volver luego a los brazos de sus socios evangélicos y, después, convertirse en la aliada de lo más retrógrada de la derecha chola, esa que habla de “ideología de género”, odia a “la caviarada” y se retuerce como la niña de El exorcista cuando alguien menciona la frase “derechos humanos”.
Pero, ironías de la vida, cuando ya se creían a punto de tocar las mieles del poder, las dos se estrellaron contra lo que los franceses han dado en llamar el “cordón sanitario” de la política. Es decir, el rechazo profiláctico de un pueblo asqueado ante la sola posibilidad de ser gobernado por semejantes gérmenes. Pasó en Perú el 2011, el 2016 y el 2021, cuando candidatos por los que nadie apostaba se erigieron, a último minuto, como la muralla de la democracia contra el embate fujimorista. Literalmente, nos salvamos por un pelo.
Marine, por su parte, lo ha saboreado el 2012, el 2017 y el 2022 (estas dos últimas veces, logró pasar a segunda vuelta). La última derrota, la del domingo pasado, fue parlamentaria, pero fue una advertencia de que no la tendrá fácil en un nuevo intento presidencial. La lección es dura: todos los partidos de estirpe republicana, de derechas o izquierdas, estuvieron dispuestos a perder posiciones con tal de hacer frente a una candidata que pondría en serio riesgo la democracia de la cuna de la República. Porque una cosa es confrontar entre izquierdistas y derechistas democráticos, como Emmanuel Macron y Jean-Luc Mélenchon, y otra, muy distinta, enfrentar los apetitos omnívoros e inescrupulosos del fascismo.
Hoy sabemos que es imposible “desdemonizar” (dediaboliser, como dicen los franceses) un organismo político cuando el diablo sigue adentro. Ni todos los maquillajes ni las mentiras más elaboradas ni el exorcista más experto lograrán dignificar a un partido que nació de la ignominia. Tampoco les servirá de mucho desenterrar al padre de cuando en cuando, salvo para refrescar la memoria a la gente sobre los motivos por los que esas opciones políticas jamás deben llegar a poder.
Habrá, en el camino —y producto de una polarización que vive el mundo— una porción de gente dispuesta a vender su alma a Lucifer, pero también habrá siempre una mayoría que reaccionará a tiempo. Ha ocurrido tres veces en nuestra historia reciente y volverá a ocurrir las veces que sean necesarias. Como Le Pen, Keiko Fujimori tiene un destino marcado desde los tiempos en que decidieron heredar la maquinaria de sus padres: ver cómo cada vez, irremediablemente, se les quema el pan en la puerta del horno.