¿Qué es el Derecho? Es el instrumento de gobierno imprescindible en cualquier sociedad desarrollada. Los seres humanos, a diferencia de otros no humanos que también pueblan la tierra, son la única civilización capaz de organizar a millones de personas y, por ello, progresar hacia los avances científicos, el bienestar y la convivencia pacífica. El único medio válido, útil y legítimo para ello es el Derecho, es decir, el imperio de la ley. No su mera existencia, sino su capacidad de imponerse a través de tres sujetos: el poder legislativo que lo crea; el ejecutivo, que lo hace posible en la práctica, y el judicial que lo aplica en caso de litigio o controversia.
Sin el Derecho, desde la Constitución hasta la aplicación de la última norma, no hay pueblo que sobreviva. La destrucción de los regímenes políticos se caracteriza por la desaparición de la ley y su sustitución por la fuerza. Por eso se dice y repite –con razón– que nadie puede estar por encima de la ley.
Pues bien, en los últimos días hemos conocido simultáneamente dos importantes decisiones judiciales, en países tan diferentes como España y Estados Unidos, que, paradójicamente, siendo la acción de los tribunales, por definición, una expresión necesaria del sistema jurídico, han resultado ser contrarias a éste.
Me refiero a las decisiones de dos Tribunales Supremos. El Auto del Tribunal Supremo español que ha negado la amnistía a los líderes del procés y la sentencia de la Corte Suprema norteamericana que ha resuelto que Donald Trump tiene total inmunidad respecto a procesos penales en el ejercicio de sus funciones.
El tribunal español ha resuelto, sencillamente, saltarse la norma aprobada por el Parlamento, que suprime las consecuencias penales de los acontecimientos de octubre de 2017 en Cataluña; considerar que hubo malversación no amnistiable, a pesar de la claridad de la ley; y mantener la orden de detención a Puigdemont.
El tribunal norteamericano ha declarado la absoluta inmunidad frente a posibles persecuciones penales de un presidente de EEUU, en lo relativo a ese concepto tan inescrutable como es un “acto oficial”. En el futuro, no habrá límites a la inmunidad de ámbitos centrales de poder de toda presidencia americana.
En ambos casos estamos ante el fin del derecho y del principio de que nadie puede estar por encima de la ley. Ni siquiera un tribunal supremo, que tiene la obligación constitucional y la potestad de aplicarla.
Es cierto que los monarcas europeos gozan de inviolabilidad ante un proceso judicial –civil y penal– pero ello es admisible en la medida en que el jefe del Estado de las monarquías parlamentarias carece de poder político. Nada que ver con el omnipresente presidente de los Estados Unidos. De ahí el gran impacto de la inaceptable, y esperemos que efímera, sentencia de la Corte Suprema. La juez firmante de un voto particular disidente, Sonia Sotomayor, lo expresa con nitidez cuando afirma que la sentencia da al presidente estadounidense lo que llama “law-free-zone”, o sea, “área libre de derecho”.
El no derecho es una tentación muy peligrosa cuando lo fabrica un alto tribunal. Aun más en el caso de EEUU, porque su Corte Suprema es, a la vez, una corte constitucional y no hay recurso contra su decisión, que en este caso es lo que Sotomayor califica como “la redefinición de la institución de la presidencia” y la burla del principio constitucional de que “nadie está por encima de la ley”.
Las dos decisiones judiciales que comentamos poseen, pues, una gravedad particular. Expresan una neta contradicción con todo un sistema de gobierno como es el Estado de Derecho, el Rule of Law, es decir, la pieza clave de las democracias occidentales.
Una dimensión poderosa de ese sistema es la independencia judicial, pero no es admisible que las decisiones de los jueces y tribunales confronten manifiestamente con el Derecho.