Soy poco de mirar atrás. Por lo general, cualquier tiempo futuro me parece mejor. Pero si hay un momento del año en que le doy un poco de cuartelillo a la nostalgia es el inicio del verano. En cierto modo, resulta paradójico, porque cuando era pequeño no nos movíamos de Sevilla. Las horas pasaban lentísimas en casa, especialmente hasta que se acababa la siesta, momento en el que cogíamos el coche para ir a la piscina. Las tardes eran entretenidas, pero las mañanas se me hacían eternas. Además, mi primo Jesús se iba a Cádiz, y me quedaba sin nadie con quien bajar a la calle a jugar al fútbol. Cuando me quejaba («mamá, me aburro»), la respuesta que recibía...
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