Tanto la retórica como el resultado electoral van abriendo, aceleradamente, espacios al absolutismo. Muy a pesar de la evidente necesidad de diálogo y concordia para la solución de los problemas que atraviesa el mundo, el poder se concentra en manos de las corrientes radicales, tanto de izquierda como de la derecha nacionalista. Europa da muy claras muestras de todo ello.
En nuestro continente no nos encontramos lejos de esa misma situación: partidos y candidatos en todas las latitudes organizan campañas y discursos electorales con esa tendencia radical, que busca la imposición de un pensamiento por encima de aquel que profesen los votantes perdedores. El resultado obtenido en la elección del 2 de junio pasado pareciera ser una prueba ejemplar de dicho fenómeno.
La resolución adoptada en el Pleno de la Asamblea Nacional del PRI el domingo pasado, por virtud de la cual se facilitará la reelección de su propio presidente de partido, se incrusta en esa corriente de pensamiento. Dentro del pragmatismo contemporáneo que define los caminos que emprende nuestra clase política –la clase gobernante–, la decisión adoptada pareciera perseguir un reposicionamiento de la imagen del partido a efecto de asimilarse a la corriente dominante: las izquierdas latinoamericanas.
La vuelta de timón parece irrelevante. La suerte del partido está echada. La decisión es tardía y, en el contexto de las cualidades que le concedieron vida al mismo partido a lo largo de su existencia, el cambio de estatutos parece ser más bien contraproducente.
Muchísimo ha sido escrito sobre aquello que el partido significó, como una fuerza política hegemónica que se apoderó de México a lo largo de más de siete décadas. Contrastó en su momento la calificación que Vargas Llosa le confirió, al llamarle la dictadura perfecta de América Latina, comparándolo con Cuba o con Rusia.
En el período convulso del México de la postrevolución, el PRI supo dar identidad al país y, como organización política funcional, logró construir con gran virtud un sistema de gobierno aglutinador que dio voz y espacio a muchas corrientes de pensamiento, que equilibradamente –aunque siempre detrás de la figura patriarcal del Presidente de la República–, encontraron cauces económicos y legales para resolver los grandes problemas que en esa época de la historia del país, aquejaban a las grandes organizaciones sociales que lo acompañaron: obreros y campesinos. El PRI tuvo la gran cualidad de abrir espacio a los talentos, que después le confirieron estatura política, incluso a nivel internacional.
México sí tuvo un sistema democrático propio que se construyó en el seno del PRI, alrededor y de acuerdo con el cual vivimos todos. En México no se instauró una dictadura de partido por la sencilla razón de que no existieron, realmente, partidos de oposición. La rectificación de los cauces de gobierno se gestó a través de procesos de autocrítica, que nacieron y se desarrollaron al interior del partido, que a través de las organizaciones que lo conformaban sabían jugar un papel de contrapeso con relación al mismo Presidente de la República, para beneficio del país entero.
Todo esto que comentamos terminó hace mucho tiempo; sin embargo, se enterró apenas antier. La posibilidad de que el partido evolucionara y consolidara una democratización en su fuero interno, sucumbió frente al pensamiento de moda, que impone por la fuerza el pensamiento y rumbos unipersonales de su hábil dirigente. En la búsqueda de reconquistar un lugar en el espacio de acceso al poder, asumió para sí la retórica del momento y renunció a cualidades subjetivas de alternancia interna, en las que, propiamente, cifró siempre su permanencia.
Hubo quien el 2 de junio pasado, con su voto, le dio respiración de boca a boca al PRI con la única finalidad de salvarlo de la muerte. Un partido con esa historia, con esa militancia, con esa fuerza social, debería mantenerse siempre vivo para garantizar la transición efectiva desde la hegemonía de partido, hacia los procesos democráticos pluripartidistas a los que el mismo PRI impulsó a todas las corrientes políticas del país. Los cambios a la Constitución y las instituciones que hoy protegen la contienda electoral, los exigió el PAN, los denunció el PRD (un partido nacido del PRI), pero los construyó y los permitió el PRI, con la votación de los legisladores que militaron en sus filas, que permitieron una alternancia partidista pacífica con la llegada del siglo.
Con el nuevo rumbo que emprende el partido, nos quedamos sin él, y nos quedamos con una nueva organización política gobernante que, a diferencia del anterior, carece de acompañamiento de la organización social institucional; carece de arropamiento intelectual; y, carece, sobre todo, de estructura democrática para definir sus propios métodos de supervivencia.
Es muy grave el peligro en el que podríamos llegarnos a encontrar para el caso de que sobrevenga un rompimiento violento de las nobeles estructuras partidistas gobernantes, pues a diferencia de lo que sucedía tan sólo hace una década, ya no existirá opción política alternativa, con experiencia, que pueda retomar las riendas.
No existiendo el PRI, ojalá que descubramos la nueva manera en que Morena impulsará cambios estatutarios que permitan la deliberación respetuosa de las ideas; procesos que purguen y filtren aquellas proposiciones de gobierno que puedan ser perniciosas para la salud de la República y para la vida pacífica y armoniosa de todos los mexicanos; mecanismos que sirvan para encontrar, en las nuevas generaciones de compatriotas, la identidad del país que les concedió la confianza para dirigir su destino.