La leyenda reza que aquello de El Sol, en el camino de espinas por el que le hizo transitar su padre en la primera década de su ascenso al estrellato de la canción, le viene a Luis Miguel de sobrenombre mercadotécnico, de argucia del mismo hombre que se inventó su nacionalidad y le medicó casi hasta la fatalidad. Viendo anoche al astro mexicano, en cambio, uno tiene la sensación de que aquel mote fue una casualidad cósmica, un truco de magia más en Chamartín como esos que ocurren cuando a Ancelotti le da por arquear la ceja o a Juanito le daba por jalear al fondo sur.
A coliseo lleno, de negro luto por quien quisiera enterrarle antes de tiempo tras unos años complicados a nivel de salud, «Micky» saltó (literalmente, y con veinte minutos largos de retraso) a un Bernabéu que se había vestido de gala para la ocasión: si para Taylor Swift la Castellana se bajó con las mocitas de la mano y para Duki fue la chavalada urbanita la que tomó el estadio a pura montonera, sería la mujer floreciendo en quinta década el perfil más adecuado para definir al público, emocionado por verle de nuevo en la plaza más grande del país. Y así, con Madrid a sus pies, el Sol salió por el mismo fondo en el que se canta el «Cómo no te voy a querer» y miró desafiante al norte, lleno de esa soberbia tan bien entendida que durante más de cuarenta años ha seducido a respetables a un lado y al otro del charco.
«Será que no me amas», su talismán y «opener» desde principios de siglo como para homenajear a los Jackson Five a los que sigue bailando, ejerció de primera canción en un estadio que ciertamente estaba ya medio desesperado esperando a su «crooner» favorito. Una sucesión de imágenes de toda su carrera, desde la media melena de las primeras veces hasta la cima de su música, dio paso a, de nuevo literalmente, un sol gigante del que salió Luis Miguel. La coordinación lumínica del Bernabéu, mediante las pulseras que llevaban los sesenta mil largos de las gradas y el verde, hizo de igualador universal y, aunque el sonido no fue el mejor en las primeras canciones, la fuerza de LuisMi puso el empeño donde no llegaba lo técnico. Sin embargo, la verdadera fuerza del cantante solo se sintió realmente en los arcos de Chamartín cuando llegó a «Hasta que me olvides», coreada como un himno futbolístico más en el coliseo blanco.
Serenadas las masas y encontrado su tono, «Micky» volvió a los clásicos, con una especie de «medley» que viene aglutinando desde hace algunas giras y que le lleva a las letras de Armando Manzanero y a una selección de canciones que va desde «Somos novios» hasta «Nosotros», todas ellas interpretadas bajo una banda más minimalista. Y es esa una de las grandes virtudes del «show» del astro mexicano, la de adaptarse a sus músicos y dejarles brillar aprovechando el potencial orquestal del conjunto.
Allá donde LuisMi no le llega el carisma por demagogia, casi obviando a la ciudad en la que toque cantar, le sigue una especie de aura que es difícil explicar con palabras porque uno, aún joven, todavía no había visto y que solo la madre de quien escribe (también en el Bernabéu, por supuesto) sabe explicar: ya no queda una sola estrella en la galaxia que brille con la fuerza poco esforzada, añeja y añil de Luis Miguel. No hay. No busquen.
Menos lúcido fue el homenaje del cantante a su ídolo Michael Jackson, del que versionó «Smile» dándose la vuelta para saludarle cual bandera. Por suerte, el tramo fue obviado por el coliseo madridista y hasta el guiño posterior a Chaplin y Frank Sinatra quedó como peaje de ese regusto de polilla en la puesta en escena. «Busca una mujer», quizá el disco más interpretado por «Mickey» en su primer concierto en Madrid, cerró el tramo menos trascendente del concierto, igual de disfrutado por las incondicionales, a puro abanico y grito lascivo al son de las caderas del cantante.
Para terminar de salir del charco, descanso obligado para un público que lo cantó absolutamente todo, Luis Miguel tiró de baladas («Fría como el viento» fue especialmente celebrada) y luego sacó a pasear la orfebrería mariachi, cuyo climax se alcanzó en «La Bikina». Ya saben. Solitaria. Preciosa. Orgullosa. Como siempre.
El final del concierto, puesta de sol inevitable, fue dedicada por Luis Miguel a sus inicios, cantando éxitos casi olvidados como «Isabel» y, de alguna manera, haciéndole un regalo a aquellos que le siguen desde que el jaleo era en catódico. «La incondicional» no podía faltar. Otra vez, lo del encanto de otro tiempo, lo de la estrella que va sobrada… porque le sobra todo, hasta el respeto por la raíz. Lo de LuisMi en el Bernabéu se quedará en dos noches, pero el recuerdo quedará viviendo en los asistentes unos cuantos amaneceres más.