No recordaban los ojos pamplonicas tan desbordada emoción. Se despedía el rey a caballo de Navarra. «¡Pablo, Pablo!», coreaba la plaza antes de que los mariachis regalasen un final apoteósico, de gargantas rotas, de miradas encendidas y otras que se nublaban. Lloraba el caballero de Estella; lloraban los suyos; los fans de la andanada, completamente enloquecidos, alzaban la bota de vino, se desanudaban el pañuelico y lo ondeaban hasta el cielo que durante nueve días no verá nada más que mareas blancas y granas. Era el final de una era, aunque no el de la dinastía, que seguirá pidiendo titulares con Guillermo. A caballo se marcharon padre e hijo por la puerta grande, la primera (y la última) compartida. Histórica...
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