En el contexto de la discusión, en segundo trámite constitucional, de la reforma que extiende a dos días las próximas elecciones municipales y de gobernadores, y que fue aprobada por la Cámara de Diputados, llamó la atención el rechazo por parte del oficialismo a la multa para quienes no concurran a votar. Se trata de una acción impulsada por los diputados socialistas Raúl Leiva y Leonardo Soto, que dejó fuera la norma que hacía efectivo el aumento de la sanción a 200 mil pesos. Pero al día siguiente, el Senado votó por unanimidad reponer las multas, por lo que se requerirá urgentemente una comisión mixta para llegar a un acuerdo, en un contexto en que el Servel ha señalado que se está legislando con retraso.
Más allá de las multas, este asunto ha abierto el debate más profundo sobre cómo debe ser el voto, puesto que la oposición ha señalado -con razón- que un voto obligatorio sin multas es en los hechos un voto voluntario. Haciendo historia y remontándonos a 2009, una fiebre post-pinochetista contra la política que contagió cual pandemia transversalmente al entonces sistema político binominal, empujó al Parlamento a aprobar el paso de voto obligatorio al voto voluntario, a través de un proyecto patrocinado por el primer gobierno de Michelle Bachelet. Los fundamentos fueron, por un lado, una idea que se volvió de moda según la cual el voto era solo un derecho y no también un deber, y por el otro que los jóvenes no se estaban inscribiendo en el Registro Electoral. Así, en nombre de la participación de los jóvenes, se pasó de inscripción voluntaria y voto obligatorio, a inscripción obligatoria y voto voluntario.
Dicotomía innecesaria ¿Por qué no inscripción obligatoria y voto obligatorio? Es precisamente lo que se revirtió doce años después, en 2021. Según información entregada por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la participación de la ciudadanía había descendido de manera significativa durante el periodo en cuestión. Hace cinco años, solo votaba un 50 por ciento del padrón en las elecciones presidenciales y un 40 por ciento en las elecciones municipales. Así, por ejemplo, el presidente Piñera fue elegido la segunda vez con más del 50 por ciento de los votos de quienes concurrieron, pero con menos del 30 por ciento del padrón. Se abría, entonces, un flanco al cuestionamiento sobre si las autoridades democráticamente elegidas eran en realidad representativas de la voluntad popular mayoritaria.
Adicionalmente, está demostrado a nivel mundial que los sistemas de voto voluntario sobre-representan a los ricos y sub-representan a los pobres. El motivo es simple: los sectores acomodados, porque las circunstancias les dieron más capital sociocultural, tienden a tener más clara la relación entre la vida cotidiana y las decisiones institucionales. Los sectores más pobres, en cambio, y especialmente en un país como Chile, tienden a caer en el pesimismo y a hacer propias frases como “gane quien gane igual me tendré que levantar a trabajar todos los días”.
Que el retorno del voto obligatorio pareciera ser perjudicial para un sector político, el progresista, no es razón para objetar su validez ni para adecuar posiciones que deberían ser de principios. Lo dijo al día siguiente del plebiscito constitucional de septiembre de 2022 el entonces presidente del Partido Comunista, Guillermo Teillier: “yo creo que el voto obligatorio ya está y tiene que quedarse, porque además sincera las cosas. Lo queramos o no, nos duela o no. Pero al fin se abre esta compuerta y tenemos que aprender a cómo trabajar con ella”.