Cuando oímos una insistente armónica en la banda sonora, sabemos que “En tierra de santos y pecadores” no quiere ser lo que parece. Porque parece un thriller sobre el IRA o un thriller sobre y con Liam Neeson, que es un género en sí mismo, pero no: es un western. Un western sobre un pistolero que quiere retirarse a cultivar su jardín pero al que le puede su sentido de la moral. Un William Munny de la remota Irlanda, vamos. Y si tiramos del hilo, entenderemos fácilmente cuál es la conexión con “Sin perdón”: su director, Robert Lorenz, se convirtió en la mano izquierda de Clint Eastwood oficiando de segundo ayudante de dirección en “Los puentes de Madison” en 1995, y en su mano derecha cuando asumió la producción ejecutiva de “Deuda de sangre” en 2002. Ahí, al formar parte del círculo íntimo del director de “Mystic River”, Lorenz parece autoproclamarse su legítimo heredero, y por ello “En tierra de santos y pecadores” se despliega bajo el poderoso influjo de la obra maestra de Eastwood, aunque el cambio de escenario no le sienta precisamente bien.
La película empieza en 1974 con el estallido de una bomba, colocada por un comando del IRA, que, por accidente, se lleva por delante a dos niños. Lorenz no parece demasiado preocupado por entender la complejidad política de ese momento histórico: ese arranque solo le sirve para definir de un brochazo, y de una forma un tanto efectista, a los villanos del filme, que se refugiarán en un pequeño pueblo de la costa de Donegal, en el noroeste de Irlanda, donde vive un asesino, a sueldo (Neeson) del cacique de la región, con ganas de retirarse. Finbar Murphy, que así se llama Neeson en la ficción, está construido como un personaje eastwoodiano: matar es un trabajo mecánico, una faceta de su vida que permanece oculta ante la comunidad, y su relación con lo femenino -que abarca desde la añoranza por su esposa fallecida hasta la posibilidad de futuro que proyecta con su vecina, pasando por el feroz instinto de protección por una niña abusada- es lo que despierta su lado sensible, su dimensión moral.
El modelo es una versión gaélica, desdibujada, del William Munny de “Sin perdón”, aquel benéfico ángel de la muerte, aunque aquí el personaje carece de la más mínima dimensión trágica, por mucho que, al final, se le asocie con el “Crimen y castigo” de Dostoievski. Parece que Liam Neeson esté interpretando un antihéroe más complejo de lo que acostumbra en sus películas de acción, pero el resultado es igual de epidérmico.
Al cabo de la calle, obviando la poca verosimilitud de la trama, la que se lleva el gato al agua es la mala de la película, una terrorista psicópata a quien poco le importará salir de su escondite si con ello logra vengar la muerte de su hermano. La interpretación de Kerry Condon, que estaba fantástica en “Almas en pena en Inisherin” en un papel en un registro dramático completamente opuesto, está impregnada de una locura siniestra, un tanto alucinada, que la película necesita, y que, de repente, ofrece momentos brillantes (la conversación que mantiene, al otro lado de una puerta, con la madre del jefe de Neeson, es tensa y peligrosa, hay una mezcla de alerta y consuelo en ella). Sin embargo, en el clímax final, un blando tiroteo situado en un pub que hace las veces de ‘saloon’, Lorenz demuestra lo poco que ha aprendido del maestro Eastwood.
Lo mejor:
Kerry Condon, fuerza siniestra de la naturaleza que está a la altura del más sanguinario asesino a sueldo.
Lo peor:
Aunque se esfuerza por respirar el aire violento y crepuscular de un western de Eastwood, se queda pronto sin aliento.