Un domingo por la mañana, la puerta del centro de rehabilitación de alcohólicos se abre de par en par y los ayudantes se apelotonan en la parte trasera de la camioneta de la institución para sacar a un grupo de hombres que prácticamente están inconscientes. Huelen a alcohol. Los ayudantes los llevan hasta un banco y los interrogan. “¿Cómo te llamas? ¿Tu familia sabe dónde estás? Algunos tiemblan incontroladamente por la abstinencia; otros intentan moverse o estar erguidos, todavía están bajo los efectos del alcohol.
Según el pastor Rómulo, esta es una escena habitual en el centro de rehabilitación de alcohólicos que fundó hace dos años y medio en las afueras de Intibucá, el estado de Honduras con mayor densidad de población indígena lenca.
Intibucá, situado en el suroeste de Honduras, alberga a unos 250.000 habitantes. Su población es principalmente rural y la economía depende de la agricultura. Sin embargo, este estado es conocido por la producción de tejidos indígenas y arte artesanal, así como por su consumo inusualmente elevado de alcohol y el número de muertes callejeras relacionadas con esta sustancia. En 2021, sólo en Intibucá, se registraron 15,5 suicidios por cada 100.000 habitantes; la segunda cifra más alta de todo el país y más del doble de la media nacional.
“El alcoholismo es una lacra cruel que tiene bien agarrada a esta región”, lamenta Rómulo, cuyo nombre completo es José Rómulo Osorio Aguiluz. “En este pequeño centro de la ciudad [en la parte urbana de Intibucá], hay por lo menos 400 personas adictas que se despiertan en las calles de su juerga de fin de semana. Otros nunca volverán a despertarse.
“Al traerlos aquí, intentamos salvarles la vida, pero mueren como moscas en las calles”, añade el pastor. Según sus registros, sólo en 2023, 723 personas pasaron por el centro. Ahora hay 52 personas en la improvisada unidad de rehabilitación.
Un estudio llevado a cabo en 2017 por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) constata que el estado registró 27,9 muertes relacionadas con el alcohol por cada 100.000 habitantes. Es decir, Intibucá tiene el mayor número de muertes relacionadas con el alcohol de Honduras, más del doble que la capital del país, Tegucigalpa (12,7), y casi tres veces la media nacional (9,8). Si Intibucá fuera un país, tendría la tasa de muertes relacionadas con el alcohol por cada 100.000 habitantes más alta del mundo, superando a Bielorrusia (21,4) y casi duplicando la del segundo clasificado, Mongolia (15,8).
Según María Isabel Mejía, jefa del servicio de urgencias del hospital central de La Esperanza en Intibucá, es probable que la cifra real sea mucho más elevada porque sólo unos pocos casos se relacionan con el alcoholismo y se registran como tales. “Muchos acuden a urgencias para tratar sus síntomas, que muy probablemente son inducidos por los daños sufridos tras años de alcoholismo, como cirrosis hepática, hemorragias gastrointestinales y otras afecciones médicas graves”, explica.
Según Mejía, el problema es que muchos no mencionan ni reconocen el consumo abusivo de alcohol, lo que dificulta enormemente el registro de este tipo de datos. “Así pues, sólo podemos responder a los síntomas”, afirma. “El número real de muertes relacionadas con el alcoholismo, diría yo, es anormalmente alto. Es un problema muy grave”.
Uno de los principales factores que impulsan el elevado consumo de alcohol en el departamento es la disponibilidad de bebida barata. En cualquier quiosco o supermercado se puede comprar un litro del popular aguardiente de producción nacional (Alcohol en volumen del 35%), más comúnmente conocido como guaro, por unos 50 lempiras (unos dos euros).
Fernando Pachero, sociólogo y profesor de la UNAH, considera que el problema no es circunstancial. “Es importante tomar en cuenta el trauma colonial que ha sufrido esta zona en particular”, afirma. “Es una zona a la que muchas de las comunidades indígenas fueron empujadas mientras los colonialistas utilizaban el alcohol como arma de dominación”.
Consciente de la necesidad de un mayor apoyo en la zona, Camilo –nombre ficticio para preservar su identidad– tomó cartas en el asunto y ofreció un cobertizo junto a su casa para celebrar reuniones periódicas de Alcohólicos Anónimos. Explica que hay más de 16 grupos de AA repartidos por zonas predominantemente urbanas. Se calcula que unas 500 personas participan en las reuniones de todo el municipio.
“Muchos lugareños no son conscientes de que el alcoholismo es una enfermedad constante, incurable y mortal”, afirma. “Muchos participantes tienen varias recaídas mientras están en el programa, y tenemos que esperar y confiar en que vuelvan”.
A diferencia de Camilo, Rómulo ha puesto en marcha una iniciativa más proactiva para combatir el alcoholismo en su “Ministerio de la Vida”. Aquí, la policía o los familiares dejan a la persona que lucha contra la adicción, que se encierra en el edificio para seguir un programa de recuperación guiado y estrictamente evangélico. Si hay plazas libres, Rómulo se desplaza al centro de la ciudad con ayudantes para recoger a personas que han pasado la noche bebiendo en la calle, muchas de ellas en contra de su voluntad.
Rómulo cree que sus acciones están justificadas por la magnitud del problema. “Los hombres que duermen en la calle no son sólo borrachos sin rostro; son almas perdidas que tienen familia, y muchos tienen estudios. Los traemos al centro y los encerramos porque no son capaces de curarse solos”, afirma Rómulo. El pastor explica que el centro recibe poco apoyo económico y que, por eso, depende principalmente de las donaciones, muchas de las cuales proceden de personas que mandan a familiares al centro. “Muchos donan lo que pueden, como la cabeza o las patas de una vaca o ropa vieja”, señala.
Héctor, obrero de la construcción, fue llevado hasta Rómulo por sus familiares. Como el resto de la mayoría de testimonios, se utilizan nombres ficticios para preservar su identidad. “Mi alcoholismo hacía sufrir a mi familia”, reconoce: “Mi madre me trajo aquí porque yo no podía luchar contra esta enfermedad por mí mismo”.
Uno de los principales factores del alcoholismo y la violencia es el machismo extremo arraigado en nuestra cultura. Cindy Castellano, psicóloga
Ahora hace más de dos meses que está sobrio y tiene permiso para salir del centro durante el día para trabajar, pero permanece bajo supervisión.
Romery, una mujer que vive en una aldea a las afueras de la ciudad de Intibucá, explica que, en muchos casos, sobre todo en las zonas rurales, los hombres con problemas de alcoholismo desaparecen durante meses, obligando a la familia que se queda a ocuparse de los cultivos y llevar la cosecha al mercado. “Las familias, especialmente las mujeres y los niños, son las que cargan con la mayor parte del peso del alcoholismo de un miembro de la familia”, dice. “Algunos agricultores han vendido sus tierras y su coche para seguir bebiendo”.
Uno de esos casos es el de María y su hijo de nueve años. Cada mañana, recorre a pie cuatro horas desde su pueblo hasta el centro de la ciudad para vender su cosecha y regresa el mismo día. El camino no sólo es largo y duro, sino que cada vez es más peligroso: “A veces, hombres borrachos me asaltan cuando regreso con el dinero de la venta de la cosecha para robarme”, dice. “Estos hombres se llevan mi dinero para comprar más alcohol. Pero tengo que hacer estos viajes porque mi hermano bebe tanto que no le puedo confiar el dinero”.
La violencia ligada al consumo excesivo de alcohol no es nada nuevo para el policía José Morenga, sobre todo cuando se trata de violencia machista. “En todos mis años como policía, nunca he tenido un caso de violencia doméstica en el que no estuviera implicado el alcohol”, afirma.
Cindy Castellano, psicóloga jefa del hospital central de La Esperanza e Intibucá, ha tratado casos de violencia y alcoholismo durante más de 20 años. “Uno de los principales factores de este nivel de alcoholismo y violencia es el machismo extremo arraigado en nuestra cultura, especialmente en esta región”, afirma. “La masculinidad está idealizada, y se espera que el hombre sea el patrón y el sostén del hogar. Esta presión social impuesta impide a muchos hombres aprender a gestionar sus sentimientos, ya que mostrarlos o reconocerlos se percibe como una debilidad”.
Cuando Norman Sánchez asumió la alcaldía de Intibucá en 2018, fue consciente del problema de alcoholismo en el municipio. Para frenar el exceso de venta y consumo de alcohol, él, junto con otros funcionarios, instauró una medida de prohibición. “Les quitamos todas las licencias de bebidas alcohólicas a las cantinas de las zonas rurales de Intibucá. También hemos frenado la renovación de licencias de alcohol en las zonas urbanas”, dice Sánchez. Esta prohibición se extiende por una amplia zona, que abarca la mayor parte de la población de Intibucá.
"Como ocurre con cualquier sustancia prohibida, tras la prohibición se desarrolla un mercado clandestino que margina aún más a las comunidades pobres afectadas"
La gran pregunta es si el problema de la violencia puede atajarse con represión. Pachero cuestiona la eficacia de la medida. En su opinión, prohibir el alcohol sin abordar las condiciones de vida y los medios de subsistencia agrava la vulnerabilidad de los agricultores, el principal grupo demográfico afectado. “Como ocurre con cualquier sustancia prohibida, tras la prohibición se desarrolla un mercado clandestino que margina aún más a las comunidades pobres afectadas”, afirma Pachero desde su experiencia como sociólogo.
“Si las comunidades permanecen en estas condiciones marginales de precariedad, el problema seguirá aumentando y nunca se resolverá”. Pachero también cree que sacar de las calles a quienes padecen trastornos por consumo de alcohol no es tanto una estrategia de salud pública como de protección de la imagen de la ciudad. “Lo veo más como un equipo de limpieza para sacar de las calles a personas que podrían interferir con el turismo”, afirma.
Según la propietaria de una licorería de la ciudad, que pudo conservar su licencia, la medida represiva no ha tenido eficacia, ya que las ventas han aumentado. “Lo único que ha hecho esta prohibición es impulsar la venta de alcohol en las ciudades, porque ahora la gente viene hasta aquí a emborracharse o a comprar alcohol y a traficar con él en los pueblos”, afirma.
La economía del contrabando ha crecido considerablemente, con los consiguientes beneficios. Por cada 100 cajas de cerveza, los vendedores pueden esperar un margen de entre 48.000 y 60.000 lempiras (entre 1.800 y 2.250 euros), lo que multiplica con creces los ingresos medios mensuales en Honduras, que rondan los 212 euros. En el caso del guaro, el sobreprecio es aún mayor: una botella de un litro, que se vende legalmente a 50 lempiras (1,9 euros) puede triplicarse y alcanzar el precio de entre 150 y 180 lempiras en las aldeas, lo equivalente a entre 5,67 y 6,80 euros.
Wendy, que tiene una cantina ilegal en una aldea cercana a Yamaranguila, Intibucá, afirma que el contrabando es cada vez más competitivo, lo que genera más violencia. “Desde que se prohibió el alcohol en las zonas rurales, el negocio se ha disparado”, afirma. “El alcohol es el principal mercado en esta zona. Incluso mayor que el de los alimentos”.