Se han efectuado recientemente una serie de detenciones por la presunta participación de fiscales y jueces en aparentes actos de corrupción relacionados con el crimen organizado. Sin pretender prejuzgar sobre la eventual responsabilidad penal de estas personas, la situación igualmente debe llevarnos a una profunda reflexión tendente a evitar lo que ha sucedido en otros países de Latinoamérica, carcomidos por el cáncer de la corrupción en los poderes del Estado.
A inicios de año, opiné en este mismo espacio (“¿Queremos justicia de calidad?”, 23/1/24) sobre la urgente necesidad de llevar a cabo enmiendas con el propósito de contar otra vez con un esquema salarial competitivo para atraer profesionales talentosos que se incorporen al Poder Judicial y que, paralelamente, fuera un aliciente para contener la fuga masiva de funcionarios experimentados y altamente calificados, motivada en los últimos años por jubilaciones anticipadas y renuncias para desempeñarse en el sector privado.
Lo anterior, principalmente, a consecuencia de la promulgación de la Ley Marco de Empleo Público y la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, que vinieron a debilitar los incentivos salariales y a eliminar distintos pluses con los que contaban los empleados judiciales desde hacía décadas, y a desmotivar la llegada y apresurar la salida de profesionales.
Este detrimento del esquema salarial no solo ha repercutido en la calidad de la justicia, cuya decadencia la palpamos día a día los abogados que, como usuarios, utilizamos los servicios del sistema judicial, sino también se denota en la falta de vocación y mezquina formación académica que poseen funcionarios que tienen bajo su responsabilidad el análisis y la decisión de asuntos complejos que requieren un alto nivel técnico-jurídico y forense.
El sistema de justicia alberga funcionarios desmotivados, insuficientemente pagados, sin incentivos de aumentos salariales a corto plazo y, por otro lado, el costo de vida aumenta aceleradamente. El precio de los servicios y productos necesarios para tener una vida decorosa, acorde con la responsabilidad laboriosa y riesgosa que significa la función que desempeñan los jueces, fiscales y demás profesionales en áreas especializadas, está al alza.
Ante esta realidad, es previsible que el sistema de justicia se vaya tornando vulnerable frente a una criminalidad que con el paso del tiempo es más sofisticada y posee un enorme poderío económico. Como es de esperar, el debilitamiento no pasa inadvertido para la delincuencia, principalmente para el crimen organizado, que busca la mínima oportunidad para penetrar las entrañas del sistema judicial con el fin de corromperlo y obtener ventajas que garanticen su impunidad. La criminalidad violenta ha aumentado de forma descontrolada en los últimos meses, confirman las estadísticas. El país se ha salido de las manos como nunca en los últimos años y ha aumentado la cantidad de homicidios por habitante. También otros tipos de delincuencias que causan un daño social muy grande e irreparable, como el narcotráfico (interno e internacional), que alteran la paz de los ciudadanos.
Este torbellino de hechos delictivos que por deficiencia de los entes gubernamentales no es atendido desde sus orígenes pasa irremediablemente a conocimiento de las instancias judiciales que, tal como lo prevé la ley, deben llevar a cabo las investigaciones para la obtención de pruebas que sean útiles para achacar las correspondientes responsabilidades. Es a partir de ese momento cuando el crimen organizado, al igual que lo hace un jaguar con sus presas, acecha por múltiples vías a los funcionarios judiciales responsables de dictar resoluciones y de diligenciar los diferentes actos probatorios que se llevan a cabo (allanamientos, intervenciones telefónicas, entrevistas de testigos, etcétera) para truncar su trabajo en cada caso particular.
Es ahí donde los agentes que forman parte del sistema judicial, como encargados de la búsqueda, obtención y validación probatoria, son tentados con sobornos, coimas o jugosas mordidas para evitar que hagan lo que la ley les manda, para que faciliten información confidencial sobre diligencias judiciales encaminadas a obtener evidencias incriminatorias, o para adquirir cualquier otra información que les signifique una ventaja para su impunidad.
Nada garantiza que un acto de corrupción se evite plenamente; no obstante, sería menos probable si los funcionarios judiciales tuvieran adecuados salarios, que dignifiquen la labor que realizan diariamente, cargada de hechos jurídicamente muy complejos y, aún más, bajo la lupa de diferentes grupos de presión social que les exigen eficiencia punitiva.
Claro está, la mística y la probidad son cualidades esenciales e inherentes al puesto que desempeñe todo profesional del Estado; sin embargo, el poderío económico del crimen organizado es tal que deben procurarse las enmiendas salariales que frenen la penetración y la toma del sistema de justicia de forma absoluta.
Frente a este inminente riesgo, despertemos, porque los funcionarios judiciales mal remunerados económicamente son caldo de cultivo para que las estructuras criminales los corrompan y que, uno de los principales baluartes de nuestra democracia, como lo es la justicia, caiga a un abismo sin posibilidad de dar marcha atrás.
El autor es abogado penalista.