Uno de los hechos más importantes en la lucha contemporánea por los derechos humanos fue el ocurrido el 28 de junio de 1969 en Nueva York.
Esa noche, un grupo de ciudadanos reunidos pacíficamente en un bar de la ciudad, caracterizados por su no preferencia por el amor heterosexual, se enfrentó violentamente con el escuadrón policial que llegó a hostigarlos. Por ese entonces, las redadas en bares gais eran comunes y legales.
La policía arrestó a los empleados por servir alcohol sin tener licencia; lo mismo a algunos clientes por no vestir adecuadamente según su sexo. Para entonces, un número cercano a los 200 de estos (gais, lesbianas, trans, adolescentes fugados y “reinas”) fue echado a la calle.
Para entonces, se había juntado una multitud de vecinos y curiosos que, sumados a los expulsados del bar, se pararon firmes ante los policías, a los que enfrentaron con cuanto encontraron a mano. La policía, superada en número y sorprendida ante una resistencia que nunca se había dado en un caso así, no tuvo más remedio que encerrarse en el bar y aguantar el chaparrón.
En los días sucesivos, estos individuos se organizaron solidariamente y se inició la lucha pública para salir del ostracismo al que hasta entonces se les había condenado. Vivían prácticamente escondidos, fuera de la ley, con miedo. Para los médicos, eran enfermos; para los líderes religiosos, pecadores y viciosos; para la policía, delincuentes; para los medios de comunicación, material humano explotable para su amarillismo; para todos, anormales.
Ese acto inicial de rebeldía fue señero. Algo semejante a lo que Rosa Parks había hecho en 1955, negándose a ceder su asiento a un blanco en un bus segregado. Con lo que ella encendió la mecha de la lucha por los derechos civiles de los negros.
El del 28 de junio fue también el chispazo que sacó a la luz la opresión y lucha en casi todo el mundo, particularmente en Europa, siempre tenida como la cuna de los derechos humanos. Costa Rica no fue inmune a esta toma de conciencia, a la cual debemos el matrimonio entre parejas de la diversidad (innecesario y discriminatorio seguir calificándolo de “igualitario”) si, al menos legalmente, viene acompañado con todos los derechos y deberes del “otro”.
Ahora bien, hay un punto en que no todos los diversos estamos de acuerdo. En EE. UU., pareció muy natural asociar la lucha con la palabra pride (orgullo). Como todo fue a partir del 28 de junio, entonces se extendieron a todo un mes las distintas celebraciones englobadas en esa lucha. Así es como se oye hablar también en español del Mes del Orgullo.
Pero ¿por qué “orgullo”? Hay una palabra más adecuada que incluso existe en muchos ordenamientos legales aquí y en muchos otros países. La Constitución Política, en el artículo 33, dice: “Toda persona es igual ante la ley y no podrá practicarse discriminación alguna contraria a la dignidad humana”.
La palabra dignidad es la que aparece en el artículo primero de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
En el mundo civilizado, la dignidad es algo inmanente al ser humano, indiferentemente del calificativo con que se le designe: nacionalidad, etnia, condición social, religión, etc., incluida su orientación sexual, entre otras posibilidades.
Se da el caso de que hasta al más despreciable de los criminales hay que respetarle su dignidad humana (presunción de inocencia, derecho a un juicio justo, atención médica y alimentaria, visita conyugal, ningún tipo de tortura, etc.). Independientemente por lo cual se le enjuicie, absolutamente nada lo hace perder el respeto que merece como ser humano. Respeto en lo físico y mental es la actitud que más se aproxima a lo que es la dignidad.
El orgullo, en cambio, cualquiera que sea la definición que encontremos en un diccionario, se relaciona con arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia. En vano buscaremos un documento jurídico en que se exalte, o siquiera se mencione, este antivalor. Porque, convengamos, uno puede hasta cierto punto manifestarse orgulloso por algún logro personal: un puesto de trabajo, un grado académico, el dominio de un idioma extranjero, hijos trabajadores y decentes, superar un vicio, etc. Pero ¿cómo puede uno sentirse orgulloso por algo que no costó ningún esfuerzo o sacrificio?
El caso es que durante siglos o milenios los diversos hemos sido oprimidos, despreciados y perseguidos por los orgullosos heterosexuales. ¿Qué sentido tiene en el siglo XXI devolverles con la misma moneda, como orgullosos diversos? En fin, que somos una minoría y que lo seguiremos siendo por mucho tiempo.
No importa cuál sea nuestra escolaridad, o profesión, o puesto en la escala laboral, o arraigo en el campo o en la ciudad, etc., tratemos de salir de nuestra sumisión al sistema y hagámonos sentir cultivando con brillo nuestra diferencia. Con ello, lograremos eliminar los odiosos estereotipos con que el mundo heterosexual nos ha encajonado y sometido hasta ahora.
El autor es profesor jubilado de la UCR.