En cincuenta años, Alberto Ísola (71) no ha dejado de hacer teatro, pero nunca había bailado huayno y cantado en quechua sobre el escenario. Lo hace en Los argonautas, la primera creación colectiva en la que participa y en la que Augusto Casafranca y él interpretan a dos amigos que se reúnen para empezar a construir sus tumbas. “Siempre me han gustado los retos, pero más ahora, cuando la gente me dice: ‘No, pero ya a tu edad deberías...’. No, creo que es al revés, es el momento para hacer cosas diferentes, retadoras”, cuenta desde el campus donde forma actores y actrices.
Sin un texto que aprender, afirma que estuvo “muy nervioso” el día del estreno. “Siempre he dicho que si alguien no se pone nervioso hay algo que no está bien”. La obra le ha permitido conectar con la historia de sus ancestros, con la imagen paterna y su propio viaje. Su padre no quería que se dedicara al teatro y tuvo que estudiar letras durante dos años. Lo convenció con sus calificaciones sobresalientes y viajó a Europa, donde se formó como director en el Drama Centre London. “Uno siempre busca en sus recuerdos, en sus imágenes, pero acá era mucho más directo. Mi padre murió, lamentablemente, muy joven. Murió a los 53 años y yo tenía 25. Y claro, ha sido un dolor muy grande porque mi padre siendo una persona que venía de un medio completamente distinto —más ligado a los negocios, a los seguros— después de una primera negativa me apoyó incondicionalmente. Esa es una de las penas que siempre siento, que nunca vio nada de lo que hice. Murió un poco antes de mi primer estreno. Entonces, siempre lo tengo en mente”.
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Como descendiente de inmigrantes italianos, le interesó poner en escena un ritual familiar y relacionarlo con la peruanidad. Utiliza un recuerdo de su abuela materna, Rilda. “Los Tealdo vinieron de Génova a Chanchamayo, a cultivar café. El molinillo donde muelo café en un momento de la obra era de mi abuela, el molinillo tiene más de 100 años. Ella molía el café, nos dejaba moler a nosotros y antes nos daba un granito de café para comer, que es algo que hago en la obra. Mi abuela era devota de la Virgen de Loreto y es la imagen que pongo en mi tumba. Es muy emocionante”.
En su carrera, Ísola se ha mantenido lejos de la polémica, pero ha hablado desde las tablas. Después del cierre de salas por el Covid-19 volvió a la dirección y eligió Días felices, un texto sobre la muerte y la desesperanza en el que la protagonista aparece cubierta hasta la cintura por un montículo de arena. Ahora quiere dedicarse a viajar por el Perú haciendo teatro.
“Lo que le ha pasado a mi personaje en Los argonautas es lo que les pasó a muchos italianos que vinieron a fines del siglo 19. Eran campesinos —mi abuelo era marino mercante— y se hicieron ricos aquí y fue un dinero que se perdió. En la obra es el peón el que cede un lugar en su tumba. Una de las cosas más bellas de esta obra es eso, que dos personas tan distintas se escuchan el uno al otro. Claro, es un poco irónico porque sucede frente a la tumba, en el último tramo de su vida, pero me parece un bonito mensaje porque a lo largo de nuestra historia seguimos adoleciendo de eso. Me parece interesante también que en la obra aparezcan las historias de violencia, como la guerra que tuvimos aquí”.
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En 1992, Ísola dirigía Belenes, sofocos y trajines en el Teatro Larco y el día del estreno, el 16 de julio, fue el atentado de Tarata. “Estaba afuera del teatro y vi la explosión. Estaba todo el humo y el público felizmente pensó que era parte del espectáculo, los actores no porque vieron que el techo del escenario se levantó y volvió a caer, pero felizmente no hubo una estampida. Como la obra terminaba con una persecución, la gente pensó ‘ah, bueno, es parte del espectáculo’. Esas cosas tiene el teatro”.
En los 90, cuenta, había pensado continuar su carrera en el extranjero. “Te confesaré que dos semanas después de Tarata, porque evidentemente la gente ya no iba al teatro —hacíamos funciones con muy poco público—, yo acepté una invitación que me hicieron en Venezuela, vi un departamento y me iba a ir a vivir allá. Justo la noche que me iba a embarcar en un avión fue la noche que capturaron a Abimael Guzmán. Entonces, me fui a Venezuela, regresé y me quedé”.
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Para muchos de sus colegas, es la persona que más sabe de teatro y el que más ha leído teatro en Perú. Él se describe como un artista privilegiado porque nunca dejó de trabajar. “Hemos hecho teatro en circunstancias tremendas. En la pandemia paramos, pero no del todo porque encontramos otras maneras. Yo sí reconozco que he tenido mucha suerte, que no ha sido fácil y no es fácil. Soy un privilegiado en la medida que todo este tiempo no he parado”.
¿Qué tiene pendiente?
Sueño seguir haciendo teatro y tener un mejor país, que también depende de nosotros, pero me encantaría sentir que este país avanza, siento que no avanzamos, que retrocedemos y que a veces pasan cosas terribles como la (nueva) ley de cine. No puedo desear tener un mejor futuro en el teatro sin desear que Perú sea un país mejor. Lo que ha pasado es una de las peores noticias que hemos recibido en los últimos años. Me parece vergonzoso. Es no reconocer la realidad de nuestro cine e impedir que el cine que se hace en las regiones tenga apoyo. Es una pena y un escándalo. Pero los artistas la tenemos que pelear, como hay que pelear con todo. El teatro no depende de los fondos del Estado, pero, evidentemente, el hecho de que esto suceda con el cine es una señal de alarma, preocupante.
Para el 2025, Ísola tiene planeado hacer teatro en Arequipa y Trujillo. “Cuando volví en el 78, y actué en una obra, una persona entró y me dijo: ‘Qué bien, qué bueno eres, ¿por qué has regresado?’. Yo le dije: ‘He regresado porque aquí es donde quiero estar’ y me miró como diciendo ‘pobrecito’. Las realidades en otros países no son muy distintas. En este momento, el avance de la extrema derecha en todo Europa es un tema muy preocupante. La censura también está pasando en Italia, en Francia. Entonces, yo no me arrepiento de haber regresado, para nada. Creo que volví porque tenía que estar aquí, con las cosas buenas y las cosas malas”.