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«Todo esto va a cambiar»: la invasión de las máquinas

Por MARIO MORENZA Cuando emprendemos una búsqueda en la historia de la narrativa venezolana con el objetivo de precisar en cuáles obras yace la temática petrolera, este arqueo bibliográfico se nos torna un tanto infructuoso, porque, paradójicamente, en un país con sello petrolero desde El Reventón en 1922, descubrimos que en nuestras ficciones, ni de […]

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Por MARIO MORENZA

Cuando emprendemos una búsqueda en la historia de la narrativa venezolana con el objetivo de precisar en cuáles obras yace la temática petrolera, este arqueo bibliográfico se nos torna un tanto infructuoso, porque, paradójicamente, en un país con sello petrolero desde El Reventón en 1922, descubrimos que en nuestras ficciones, ni de largo aliento ni breves, el petróleo no es materia que abunde, y caemos en cuenta de que ciertamente se precisan escasas novelas y cuentos en los que su presencia no es simplemente referencial y, lo que nos interesa, determine el hilo narrativo.

Hacia el final de la década de los años veinte, se dejan leer los primeros cuentos del petróleo escritos por Ramón Díaz Sánchez, años después compilados en Caminos del amanecer (1941): «Cardonal», cuyo protagonista sufre una herida por una inesperada falla de las maquinarias; «Brujería», pieza donde el hidrocarburo adquiere una densidad simbólica sin deslastrarse de una fuerte influencia criollista; en «Fuga de paisajes» una sociedad asimila elementos tan novedosos como la gasolina y el automóvil, mientras que en la psique de la joven Ángela Rosa se carburan estos cambios: su padre ha sido contratado por una empresa petrolera y para ella la nueva ciudad tiene una atmósfera inédita, ante ella se revela un mundo insospechado y se conoce más a sí misma.

Indudablemente, Díaz Sánchez articula estos temas en las páginas de Mene con un afanoso engranaje renovador para su época. Mene es reflejo de una realidad arrastrada (y arada) hacia esa renovación: las máquinas para la explotación petrolera llegan del exterior transportadas por titánicas embarcaciones. Una vez instaladas y en funcionamiento, ya nada volverá a ser igual en aquella población que prácticamente flota sobre un mar de petróleo.

En Mene se narran los cambios económicos y sociales del país, se nos narra cómo se instalan enormes maquinarias diseñadas para la explotación petrolera en las hectáreas destinadas a la agricultura, cómo las calles de tierra comienzan a ser asfaltadas. Se nos narra cómo los pobladores procuran adaptarse a la repentina configuración espacial, pero el hierro y el concreto afectan no solo el territorio, también perturban las psiques de los hombres.

Díaz Sánchez publica Mene en 1936, novela dividida en cuatro partes. Sus títulos «Blanco», «Rojo», «Negro» y «Azul», describen la evolución cromática de la trama. Con la explotación petrolera se suscitan eventos trascendentales para un pueblo cuya única expectativa de cambio eran las fiestas patronales de la Virgen del Rosario.

La crítica advierte que esta obra representa la primera novela escrita en Venezuela que toca el tema del petróleo, un tema hasta ese entonces ausente pese a su impacto en la sociedad venezolana. La trama se contextualiza en la década previa, cuando El Reventón petrolero y todo lo que trajo consigo el fenómeno de la explotación frenética del hidrocarburo en la costa oriental del lago (Cabimas, La Rosa, Lagunillas). Douglas Bohórquez señala que Díaz Sánchez busca a través de Mene una escritura paralela a la arraigada corriente costumbrista y criollista, ya para aquel entonces saturada de formas bucólicas y burlescas. Aun así, la novela, añade Bohórquez, pese a que asoma nuevas formas de expresión estética, no deja de ser tímida y poco arriesgada en sus intentos por «una subversión radical de los cánones que pautan el discurso novelesco tradicional».

Mene es rica en imágenes futuristas y, a su vez, impulsa otras formas vanguardistas: el surrealismo, pues a menudo las imágenes de los artefactos adquieren propiedades alucinatorias y se promueve, además, el realismo social: la denuncia a la explotación del obrero por un patrón extranjero generalmente descrito como hostil.

La aparición de elementos futuristas en el resto de las novelas de aquel entonces (1928-1940) en muchos casos atiende a una necesidad de denunciar la precariedad de la estructura social venezolana, por ejemplo, cuando se contrasta un desvencijado puerto con un trasatlántico que arriba a los puertos de La Guaira en Campeones. Las máquinas en el caso de Mene representan lo último en tecnología y no se detectan en ninguna obra precedente en nuestra narrativa. Hallamos tímidas referencias en Cubagua cuando leemos sobre rutilantes pozos petroleros (Cf. 1996: pp. 4, 14-15) y unas brevísimas líneas en Fiebre. Las máquinas en Mene vienen a revertir el paisaje, a hacerlo suyo, a civilizarlo y a incivilizarlo a partes iguales: las máquinas, como alienígenas, llegarán y conquistarán para establecer un nuevo orden determinado por una nueva anatomía urbana y también por una nueva psicología en los habitantes del territorio conquistado.

Guiaré mi acercamiento a Mene a través de los elementos futuristas, esa máquina que retuerce la tierra, y trazaré de este modo un camino hacia la pulsión imaginativa de esta obra que aún nos sigue diciendo cosas. Es probable que muchas de estas estructuras para la extracción petrolera hayan cedido al tiempo y al óxido, y se encuentren, ochenta o noventa o cien años más tarde, extintas. Ante esto, la historia de Ramón Díaz Sánchez se mantiene vigente.

La historia se inicia con un ambiente festivo. Se venera a la Virgen del Rosario. Se bebe. Mientras, el padre Nectario da un sermón. El pueblo se encuentra en completa algarabía. Celebración inagotable. Leemos una narración apoyada a sus anchas en un sosegado costumbrismo y en un institucionalizado criollismo, como si se tratase de un tributo, o mejor: una despedida propiciada por el autor de la novela, exmilitante del grupo vanguardista Seremos. Hacia el final del episodio se sabe que se inaugurará una calle. Una calle que conducirá a la población hacia el progreso urbanístico. Y es precisamente el padre Nectario el encargado de cortar los primeros ramajes (imagen que recuerda a la de La guaricha, cuando le caen a machetazos a un poste, símbolo de progreso, aquí se le da machetazos al monte, imagen de lo rural, de la tierra que se removerá para dar paso al desarrollo). Esta nueva arteria urbana llevará el nombre de la calle Virgen del Rosario.

En el segundo capítulo, se describe cómo es la organización de la fiesta patronal. Joseíto Ubert corteja a Marta, la hija mayor de Casildo Pérez. La invita a dar una vuelta para tener un momento de intimidad, pero Marta se muestra reticente. Él, mientras intenta convencerla, juega a los dados y uno de estos, como metáfora de la suerte, cae al suelo. Cuando lo recupera, sus manos quedan manchadas de una sustancia negra y grasienta, que huele a gas. «Es Mene», le dice Marta. A lo que Joseíto responde: «¿Ves, Marta, todo esto? —susurró profético—. ¿Ves esta tranquilidad, este silencio? Bueno, todo esto va a cambiar». Y el cambio será la constante de la novela.

En el capítulo cuarto, Marta ya cría a un niño. Cabizbaja, comprende que ha sido engañada por Joseíto. La embarazó y se perdió del mapa, aún Mene es un «pedazo de tierra negra donde los piragüeños llegaban a carenar sus barcos…». Joseíto Ubert volvería. Y volvió un año después apenas se celebraron de nuevo las fiestas patronales. Volvería para reclamar sus tierras. Su llegada es apenas un ápice de lo que será la invasión de las máquinas:

Inopinadamente cacareó la aldea como un gallinero. Corrían los aldeanos a la playa y se agrupaban a la orilla del lago.

—¡Un vapor de guerra! ¡Véanle los cañones!

Cuadrado y negro, el buque habíase estacionado a un tiro de honda y teñía el cielo con su humo. Lanzó un silbido penetrante que estremeció la tierra. 

(…)

«Todo esto cambiará», recuerda Marta las palabras de Joseíto Ubert. 

De este modo culmina «Blanco», donde, si seguimos a la crítica, se llama de este modo porque aún el territorio permanece virgen. En la narración se insistirá de formas variadas en la virginidad de la tierra ante la inminente llegada del hombre que maniobrará máquinas para extraer petróleo, lo que hace más violenta y traumática la transición que padecerá el pueblo:

—¡Oh! ¡Oh! Todo esto ser petróleo; todo esto. Basta viendo este montecito. Es el petróleo que no dejándolo crecer. ¡Oh! Mucho puede la naturaleza produciendo estos arbolitos. Miles de años debió haber una selva gigantesca que se hundió y está ahora convertida en petróleo. Mucho petróleo para nuestras máquinas.

Cesan de voltejear las hélices y los buques negros vomitan sobre la tierra febril su cargamento de hombres y de hierros. Hombres rubios, duros, ágiles. Maquinarias fornidas, saturadas, diríase, de un espíritu de odio contra todo lo verde.

Pronto comenzaron aquellas ruedas dentadas y aquellas cuchillas relucientes una tarea feroz. El monte fue cayendo como la barba bajo el filo de la navaja.

Pocas líneas después, leemos la reestructuración:

Detrás de los derribadores vinieron los edificadores. Siempre más adelante, hacia los cuatro vientos. Donde hubo charcas y monte surgían casas robustas, amplias calzadas, torres agudas, tanques ventrudos. Las cuadrillas engrosaban sin cesar, organizándose bajo una disciplina férrea como las máquinas. 

Este capítulo traza el giro que sufrió la población: en poco tiempo transformó su fisonomía rural, su vegetación. Aunado a esto, se recuerda como una profecía la frase de Joseíto Ubert: «Todo esto va a cambiar».

Una vez instaladas las máquinas, se iniciará el proceso agresivo de adaptación de los habitantes de Cabimas, Lagunillas, Mene y toda la Costa Oriental del Lago, lo que le dará a la narración esa variante del futurismo a la que he denominado futurismo mixto, en este caso, Díaz Sánchez no se conforma con recurrir al futurismo como manifestación pura y dura de la vanguardia para describir el desarrollo. El autor desliza su futurismo en aleación frecuente con otra tendencia vanguardista: el surrealismo: lo que deriva en imágenes de este calibre: «La demencia de un ensueño extravasado de las fronteras oníricas».

Precisamente las imágenes mejor logradas de Ramón Díaz Sánchez en esta obra, se construyen gracias a la comunión del futurismo con el surrealismo y la presencia determinante de las maquinarias que generan cambios, invaden, destruyen, transforman la ciudad y las mentes. A diferencia de los puertos y los trasatlánticos, aquí observamos cómo en tierra firme se opera el mismo efecto: la novedad de la máquina que acentúa el cariz disminuido de una población.

Este párrafo resume lo que sostengo: las máquinas no solo se han adueñado del espacio ajeno, las máquinas ya se han mimetizado con él.

Las máquinas son el paisaje:

Respírase vitalidad. El ambiente parece concentrarse al ímpetu de una voluntad avasalladora. La fuerza, el poder incontrastable de esta voluntad se palpa en cada uno de los nuevos detalles que modifican el paisaje. En el hierro y la piedra, en el humo que navega fingiendo buques fantasmas en el aire; en el olor, el color y el ruido. No es necesario que una voz imperiosa acicate a los hombres. (…) Los camiones tienen que avanzar haciendo zigzagueantes para sortear las embestidas de otros camiones. Pesados tractores, caterpillars altas como castillos rodantes, muerden la tierra con sus bandas dentadas, orugas diabólicas que no respetan obstáculos. Los chóferes de los camiones hacen rugir sus cornetas, esclavos de una embriaguez de ruido, coreando el aullido de los monitores en el lago, el gruñido de los motores, el redoblar de los martillos de aire comprimido. 

De igual modo, encuentro ejemplos de futurismo orgánico, donde imágenes tecnológicas se fusionan con la flora y la fauna: «Al despejarse los horizontes de la tupida barrera tropical quedaban a la vista las vastas extensiones. Pero a poco fue surgiendo en estas una vegetación fantástica: torres de madera y de hierro en filas simétricas», o hacia la mitad de la novela, cuando ya todos los habitantes de las poblaciones están familiarizados con las nuevas máquinas y estas adquieren en la narración ciertas características naturales, continúa y se hace más estrecha esta fusión con el paisaje:

También allí tenían que alzar la voz para entenderse. Ya era un hábito gritar. El pueblo todo, de un confín a otro, estremecíase en un trueno constante. Vibraban las sirenas, repercutían los martillos de aire comprimido, zumbaban los motores de los balancines. Cada taladro tiene un balancín que succiona el negro óleo de la tierra; cada balancín tiene un motor que palpita como el corazón de un cíclope; cada motor tiene una caldera que regurgita como una monstruosa arteria rota. 

Desde luego, detecto momentos de crítica social. Se muestra al personaje norteamericano, jefe de las operaciones, como un déspota, como un explotador sin misericordia, sin importarle que a uno de sus trabajadores lo haya aguijoneado una avispa, lo que le interesa y le reclama es que trabaje, que no se detenga por cualquier cosa, así este evento comprometa la vida de alguno de los obreros.

En el capítulo noveno de «Rojo» se cuenta el asesinato de María, hija menor de Casildo. Ramona, quien apenas cuenta con quince años, es su verdugo. Los testigos comentan el crimen: «El petróleo envenena a la gente. El más sano se vuelve una fiera. Debe ser el olor. Ya ven a esa muchacha».

La locura se desata en el pueblo, ahora petrolero y, de alguna manera, sangriento, vil, enloquecido. Mene es una novela que nos habla de cómo la estructura económica y social del país cambia con la llegada de artefactos modernos e inmigrantes buscando mejores oportunidades de trabajo.

En la tercera parte, «Negro», se centra en la historia de los inmigrantes trinitarios, entre ellos Enguerrand Narcisus Philibert, su llegada a Cabimas y su relación con sus compatriotas. No obstante, Enguerrand se siente fatigado y fuera de lugar en Lagunillas, ha sido llamado negro, y eso lo desconcierta. Si bien se trata de un personaje circunstancial, protagoniza este capítulo, en una trama en la que los personajes gravitan sobre la imagen del petróleo: en su explotación, en su contaminación ambiental y psíquica. En «Negro» confluye el realismo social: la descripción precisa del pueblo y sus calles lóbregas, las fuerzas oscuras que a Enguerrand llevan al suicidio y que trastocan a los personajes, además de un asomo futurista en el elemento de los taladros.

En los oídos de Enguerrand seguían atropellándose los ruidos del pueblo. Le fusilaban desde los flancos de la planchada. Cruzó por una callejuela oscura a cuyo extremo recortábase un lienzo rectangular de lago rutilante, festonado por las luciérnagas rojas y verdes de los taladros, y su figura negra se borró en la tiniebla del callejón. Pero por algunos minutos aún se oyeron sus pisadas resonar en los tablones. Y luego, un chapuzón discreto. Un opaco glu-glu en el agua cubierta de petróleo.

El lago, como en un cuento fantástico, parece haber ejercido algún tipo de hipnosis en el trinitario. Enguerrand, sin explicación ni titubeos, se sumerge y ahoga.

La novela es atravesada por una agobiante pobreza, en contraste con el incalculable valor de las nuevas edificaciones, que en determinado momento se llegan a comparar con el precio de una cajetilla de cigarrillos cuando precisamente el patrón les da una charla de cómo mantener las instalaciones a salvo de incendios y de buenas costumbres. Asimismo, en el capítulo primero de «Azul», cuarta y última parte, se notifica la llegada de un contingente de nuevas maquinarias, modernas y efectivas, que lograrán una extracción petrolífera más rápida e implicará la participación de menos obreros, lo que reducirá la mano de obra y los costos que esta conlleva. Acaso un lejano antecedente de las consecuencias laborales que ocasiona en la actualidad la aplicación de la inteligencia artificial en ciertos campos de trabajo.

Complaciente, el técnico informaba:

—He aquí un aparato que reduce en un notable porcentaje el coste de la producción. Puede suponerse: con los métodos antiguos cada taladro necesitaba un hombre por lo menos. Ahora esta catalina pone en función, simultáneamente, diez, veinte o más taladros.

Consiste la catalina en una gran rueda horizontal accionada por un motor. Esta rueda mueve un dispositivo excéntrico del cual parten, en irradiación perfecta, varias cabillas que van a mover, a su vez, los balancines de los pozos en explotación. Algunas abarcan un radio de una milla. Y esta máquina, para su cuidado, solo necesita un mecánico. Las compañías lacustres, que por razones técnicas no pueden emplear el mismo método, empiezan a electrificar sus pozos. Estas seguirán empleando a los orientales, hombres de mar, para el trabajo acuático. Pero, de todos modos, la innovación reducirá notablemente el contingente humano.

La economía que se obtiene de este modo, sin embargo, queda compensada por otros gastos que impone la necesidad de penetrar a mayores profundidades en la perforación… 

No son pocos los indicios del futurismo en la narrativa vanguardista, o considerada vanguardista. En retrospectiva notamos que la presencia de la máquina no es apabullante y sus apariciones, más bien, adquieren un cariz violento: recordemos «Humo en el paisaje»  de Uslar Pietri, las armas en La guaricha o Fiebre, la velocidad desconcertante del automóvil de Stakelun en Cubagua, quien conduce su vehículo de dos asientos con las llantas desgastadas por el salitre a través del camino del Tirano Aguirre en La Asunción, imágenes que inevitablemente se inclinan más a la parodia del recalcitrante manifiesto futurista de Marinetti. En nuestra narrativa, el futurismo, al contrario de su creador e infatigable promotor, actuó como maquinaria reproductora de elegías más que de apologías a las nuevas estructuras del mundo. El futurismo reserva una actitud crítica, de denuncia a lo deplorable de la civilización y sus penurias, ante metrópolis avanzadas o en vías de desarrollo, y Mene se cristaliza como en ninguna otra novela escrita entre El Reventón y la década de los treinta.

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