El santoral, también conocido como calendario litúrgico, es un registro de los santos y beatos que la Iglesia Católica conmemora a lo largo del año. Cada día del año está dedicado a uno o más santos, a quienes se honra y recuerda por su fe ejemplar, sus obras de caridad y su contribución al cristianismo.
Las raíces del santoral se remontan a los primeros siglos del cristianismo, cuando las comunidades cristianas comenzaron a recordar y celebrar la memoria de sus mártires y otros santos ejemplares. Con el tiempo, el santoral se fue ampliando para incluir a santos de diferentes épocas y lugares del mundo.
En el periódico La Razón destacamos a los siguientes santos:
Santa Benilde de Córdoba fue una mujer laica que vivió en Córdoba, España, durante el siglo IX, una época marcada por la persecución religiosa contra los cristianos bajo el dominio musulmán. Su historia nos inspira con su fe inquebrantable, valentía y espíritu de sacrificio, convirtiéndola en un símbolo de la resistencia cristiana durante la época.
Poco se conoce sobre los primeros años de vida de Benilde. Se estima que nació en Córdoba alrededor del año 800 en el seno de una familia cristiana. A pesar de las dificultades y la discriminación que enfrentaban los cristianos en esa época, Benilde creció en un ambiente de profunda fe y devoción.
Tras contraer matrimonio, Benilde enviudó a temprana edad. A partir de ese momento, dedicó su vida a la oración y a las obras de caridad, convirtiéndose en un pilar fundamental para la comunidad cristiana de Córdoba. Su hogar se convirtió en un refugio para los necesitados, donde ofrecía apoyo espiritual y material a aquellos que sufrían persecución.
En el año 853, Córdoba se vio envuelta en una ola de persecución religiosa. Numerosos cristianos fueron arrestados, torturados y ejecutados por su fe.
Movida por la indignación ante la injusticia y la crueldad, Benilde, a pesar de su avanzada edad y de los riesgos que ello implicaba, decidió desafiar a las autoridades musulmanas. Con valentía y determinación, se presentó ante el juez y proclamó públicamente su fe cristiana, defendiendo el derecho a la libertad religiosa.
Las palabras de Benilde no fueron bien recibidas por el juez, quien la consideró una rebelde y una amenaza para el orden establecido. Sin dudarlo, ordenó su inmediata decapitación. Benilde, sin temor alguno, aceptó su destino con serenidad y entereza, entregando su vida en ofrenda a Dios.
Su historia nos recuerda el poder de la fe y la valentía, incluso frente a la muerte. Su ejemplo nos inspira a defender nuestras creencias con convicción y a permanecer firmes en nuestra fe, sin importar las circunstancias.
El 1 de enero de 1809, Madrid fue testigo del nacimiento de María Micaela Desmaisieres y López Dicastillo, quien se convertiría en Santa María Micaela del Santísimo Sacramento. Hija de Miguel Desmaisieres, de noble linaje flamenco, y Bernarda López Dicastillo, dama de la reina María Luisa, Micaela fue bendecida desde su nacimiento con una vida privilegiada. Su nobleza de cuna, inteligencia, bondad y una esmerada educación marcaron sus primeros años.
Aunque disfrutaba de una vida llena de comodidades, la infancia de Micaela no estuvo exenta de tragedias. Su madre falleció cuando ella era aún joven, seguida por la repentina muerte de su padre. Su hermano Luis murió en un accidente ecuestre, y su hermana Engracia sufrió un colapso mental tras presenciar una ejecución. Con su única hermana Manuela exiliada debido a conflictos políticos, Micaela se encontró sola pero no desamparada.
A pesar de las adversidades, Micaela recibió una educación rigurosa. Era hábil en múltiples tareas, desde labores domésticas hasta artes como la pintura y la música. A una edad temprana, experimentó el dolor del desamor cuando su prometido, bajo presión familiar, la abandonó. Sin embargo, Micaela encontró consuelo en su fe y en la oración.
El destino llevó a Micaela a París y Bruselas, donde su hermano fue nombrado embajador. En medio del lujo y la vida diplomática, Micaela se levantaba temprano para participar en la misa diaria y realizar actos de caridad. Su director espiritual, el Padre Carasa, la guiaba en su camino de devoción. Micaela desarrolló una fuerte vida espiritual que la ayudó a mantenerse firme en su fe a pesar de las tentaciones del entorno aristocrático.
El retorno a España marcó un punto de inflexión en la vida de Micaela. Influenciada por la dama santa María Ignacia Rico, Micaela visitó el hospital San Juan de Dios, donde conoció de cerca el sufrimiento de las mujeres marginadas y enfermas. Esta experiencia la inspiró a actuar. Junto con María Ignacia, estableció una casa para proteger y rehabilitar a las mujeres vulnerables, brindándoles una nueva oportunidad en la vida.
La decisión de Micaela de dedicarse a la ayuda de las prostitutas le valió críticas y abandono por parte de sus antiguos amigos. Sin embargo, su fe y determinación nunca flaquearon. Dejó su vida de lujos para vivir entre las mujeres a las que quería rescatar, demostrando un compromiso inquebrantable con su misión.
El 6 de enero de 1859, Micaela fundó la Comunidad de Hermanas Adoratrices del Santísimo Sacramento con siete compañeras. Dedicadas a la adoración eucarística y a la rehabilitación de mujeres en peligro, las Hermanas Adoratrices crecieron rápidamente. La comunidad se expandió a ciudades como Barcelona, Valencia y Burgos, y actualmente cuenta con 1,750 religiosas en 178 casas alrededor del mundo.
Micaela dedicó sus últimos años a socorrer a los afectados por la peste de tifus negro. A pesar de haber sobrevivido a anteriores brotes, contrajo la enfermedad en 1856 mientras ayudaba en Valencia. Murió el 24 de agosto de ese año, soportando intensos dolores con admirable paciencia y fortaleza.
A pesar de ser enterrada sin ceremonias, la santidad de Micaela fue reconocida a través de numerosos milagros atribuidos a su intercesión. Hoy, su legado perdura a través de las Hermanas Adoratrices, quienes continúan su misión de rescatar y redimir a mujeres en situaciones de vulnerabilidad en todo el mundo.