El procés acabó hace ya mucho tiempo, aunque muchos procesistas no se enteraron hasta anoche: los partidos nacionalistas catalanes han obtenido el peor resultado conjunto de toda la historia del autogobierno catalán y ya no tienen ni siquiera margen para el autoengaño al quedar lejos de la posibilidad de sumar una mayoría absoluta que siempre tuvieron al alcance, incluso en las épocas de tripartito.
Ni siquiera Carles Puigdemont, que ha liderado la única candidatura independentista que no se desploma, tiene donde agarrarse: toda la épica de un supuesto presidente en el exilio que regresa por la puerta grande para una “restitución” se ha quedado en un exiguo 21% de los votos… a años luz de las expectativas del imaginario de cualquier presidente que aspire a conducir un pueblo hacia la independencia.
La nueva etapa, pues, es un hecho. Otra cosa bien distinta es hacia qué dirección conducirá. Pero las múltiples opciones que a partir de ahora van a barajarse no pueden soslayar un elemento central que a menudo queda fuera de los análisis más voluntaristas, que observan la política catalana como si fuera independiente de lo que sucede en el conjunto de España: el procés ha terminado, pero el proceso para materializar la amnistía, no. Y hasta que la amnistía no sea una realidad y sus efectos sean tangibles para todos los implicados, la política catalana –y, en la práctica, la española en su conjunto– seguirá en un limbo que necesariamente condicionará las alianzas.
Algunos independentistas –y muy singularmente Carles Puigdemont, como se vio en su discurso de anoche– actúan como si tuvieran la sartén por el mango en Madrid en la medida en que sus votos son decisivos para la estabilidad del Gobierno. Pero resulta que la amnistía ni siquiera está aprobada todavía en Las Cortes –paradójicamente, como consecuencia del extraño retraso en la aprobación inicial en el Congreso, forzado precisamente por Junts–, que el propio Puigdemont se quedará pronto sin el fuero que tenía en la Eurocámara y que, cuando el texto obtenga el visto bueno definitivo en Las Cortes, empezará la batalla de verdad: la que impulsa el poder judicial, con un arsenal de iniciativas en marcha de enorme potencia, del que solo hemos visto aperitivos como la bunkerización del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), las polémicas instrucciones en la Audiencia Nacional por “terrorismo” o la rehabilitación de oscuras entidades como Manos Limpias, reintegradas de súbito en el circuito de las querellas de la razón de Estado.
Es un pulso endiablado de poderes muy fuertes del Estado –¿aguantará el fiscal general del Estado? ¿realmente habrá una mayoría que avale la amnistía en el Constitucional? ¿será sensible Europa al argumento de la malversación en la cuestión prejudicial?–, que, además, va para largo. Nada que ver, pues, con una situación en la que con siete diputados se tiene la sartén por el mango.
El bloque que hizo presidente a Pedro Sánchez incluye a antagonistas que en circunstancias normales se despellejarían políticamente sin concesiones. Pero las circunstancias no serán normales hasta que efectivamente la amnistía no solo se apruebe, sino que sus efectos entren en vigor y tengan el visto bueno del Tribunal Constitucional y de los tribunales europeos.
Hasta entonces, estos antagonistas (el PSC-PSOE, Comuns-Sumar, ERC y Junts), están condenados a remar juntos: ni está Puigdemont en condiciones de hacer caer al Gobierno de Sánchez si el PSC no le hace presidente de la Generalitat, ni ERC puede sumarse como en el pasado a un tripartito, estando en caída libre, y enervar a Junts, ni ninguno de estos partidos puede enredarse en un bloqueo que conduzca a la repetición electoral, que sólo daría alas al PP y a Vox.
Ya les gustaría, pero nadie tiene la sartén por el mango. Y precisamente por ello están condenados a encontrar una fórmula que les mantenga en el mismo campo hasta que la amnistía sea, de verdad, una realidad.