El nacimiento del actual y tambaleante ciclo de negocios post-Covid necesitó 12 billones de dólares en estímulos fiscales, liberados por los gobiernos en forma de ayudas a hogares y avales a empresas. Otros 7,5 billones fueron forjados como escudos protectores -de liquidez y de contención de deudas- por los bancos centrales para garantizar la circulación del dinero y de los capitales.
No era la primera vez que las autoridades monetarias sacaban sus bazucas. Durante el colapso crediticio de 2008 ya las emplearon a discreción para suturar la herida contable que los activos tóxicos de alto riesgo -swaps, estructurados y derivados- diseñados por los hedge funds y la promiscua formalización de hipotecas en sectores inmobiliarios candentes como el español inculcaron a los bancos.
La Reserva Federal, por ejemplo, liberó 4,8 billones -una cifra similar al PIB de Alemania- y el Banco Central Europeo (BCE) otros 2 billones -cantidad algo inferior al tamaño de la economía de Italia- en la Gran Pandemia. Se siguió la doctrina inaugurada por Mario Draghi diez años antes para salvar al euro de la crisis de deuda de los socios monetarios europeos.
Entonces, la cruzada neoliberal puso el grito en el cielo por las compras de deudas soberanas y corporativas a raudales -sin límites definidos- y sus políticas de tipos de interés cercanos a cero que, a su juicio, distorsionaban los efectos de la austeridad impuesta desde la UE a instancias de Berlín.
Sin embargo, ni tras el tsunami financiero ni durante la pandemia, los tecnócratas de sus comités ejecutivos pudieron imaginar los extensos poderes que han acumulado los bancos centrales en la actualidad. Una autoridad que transciende ampliamente sus mandatos estatutarios originales, dirigidos a mantener a raya la inflación -por debajo del 2%- y a facilitar el dinamismo de las economías.
En el último lustro, sus jerarcas han ido activando instrumentos para conseguir la estabilidad de los precios, la amortiguación de la volatilidad de los mercados de capital, el control cambiario de sus monedas y una más estricta supervisión de sus sistemas financieros, la vigilancia a los cripto-activos -que escapan a su fiscalización- o los riesgos competitivos globales. Aunque la guinda de este monumental pastel de funciones y responsabilidades se ha colocado en este bienio, con la asunción de estrategias y variantes que sopesan las amenazas geopolíticas y los daños climáticos que justifican y determinan los movimientos de los tipos de interés.
Nunca en los 25 años de historia el BCE ha tenido tanta influencia política. A pesar de que con tales capacidades podrían retrasar el despegue de la actividad como el que ha registrado el PIB del euro a lo largo de la segunda mitad de 2023, con una leve recesión técnica, o contraer el flujo crediticio y perjudicar seriamente la demanda interna de sus socios. En aras de su independencia, aunque no pese la más mínima sombra de duda sobre la necesidad de que otros poderes -legislativo, ejecutivo o judicial- puedan ejercer sus contrapesos preventivos ante posibles excesos.
La presidenta del BCE, Christine Lagarde, reanudó el programa expansivo de compra de deuda el pasado año, cuando la escalada inflacionista trasladó los efectos de las subidas de tipos a los bonos italianos. Ha sido la última de las maniobras del BCE como prestamista de última instancia a los gobiernos del euro, pese a la prohibición expresa que los tratados de la unión establecen para financiar a los estados. Se saltó la excepcionalidad que justificó su puesta en liza durante las crisis crediticia y sanitaria, tan solo unos meses antes de que retornen las reglas fiscales y su exigencia de que los ajustes presupuestarios del Pacto de Estabilidad vuelvan a reconducir las deudas hacia escenarios sostenibles.
Para Sander Tordoir, del Centre for European Reform (CER), este retorno a la disciplina fiscal y monetaria -a las pautas originales del BCE- se combina con una rotunda apuesta de futuro: la autoridad del euro “está entre las más innovadoras del planeta”. Así contribuye a “reforzar la solidez económica” de sus socios, explica Francesco Papadia, ex director de Mercados del BCE y analista del Instituto Bruegel; sobre todo, “en episodios de alto riesgo”.
La retórica de sus ejecutivos y los dictámenes oficiales de la institución exaltan la aportación de sus diagnósticos geopolíticos y climáticos en sus decisiones de política monetaria. Por ejemplo, si se necesita dólares para reajustar el tipo de cambio del euro con el billete verde americano, se ponen en marcha los mecanismos de transferencias de divisas con la Fed, a los que pueden tener acceso otros bancos centrales como ha ocurrido con el polaco.
Pero “¿y si Ucrania deseara una permuta de urgencia de estas características?” aduce Shahin Vallée, del German Council on Foreign Relations (GCFR), En su opinión, en tal caso, “debería ser una decisión compartida, al menos, con los ministros de Finanzas de la eurozona, no una postura unilateral del BCE”.
De igual manera, la voz de Fráncfort ha sido la predominante en el debate sobre la congelación de los activos del Banco Central de Rusia, una de las sanciones occidentales hacia el Kremlin.
La propia Lagarde explicaba a The Economist: “si hay demanda de euros en los mercados o el comercio, necesitamos proveer liquidez respaldando su valor y su mercantilización” porque la divisa europea “es una fuerza de estabilidad” de la globalización. Si bien -como recuerda el semanario británico- la promoción del euro no está entre sus mandatos estatutarios. Aun así, ha acelerado el euro electrónico más que la Reserva Federal su e-dollar. Solo le falta el visto bueno político de la UE para su puesta en circulación, después de años de proyectos piloto.
La recién designada responsable del Consejo de Supervisión del BCE, la alemana Claudia Buch -hasta su nombramiento, número dos del Bundesbank- admite la prioridad de reforzar el papel de fiscalización, control y regulación de la autoridad monetaria sobre la arquitectura bancaria del euro, con requerimientos normativos más exigentes y adaptados a los “múltiples asuntos que dominan” el orden geopolítico y económico internacional. Algo que “hace solo unas décadas resultaba inconcebible”. A su juicio, “debemos contemplar riesgos emergentes e incorporarlos a las pruebas de resistencia de los bancos que, además, deben adaptarse a las nuevas amenazas de un orden mundial” en permanente estado de mutación.
Esencialmente, a los costes del cambio climático, aunque también a los daños colaterales que ocasionan los conflictos geopolíticos, los ciberataques o la fragmentación de mercados, alertó.
Los efectos económicos del cambio climático se han hecho un hueco relevante en sus comités ejecutivos. El Banco de Inglaterra (BoE) fue el pionero. Mark Carney, su anterior gobernador, ya lanzó el guante en 2019: “Hay una tragedia en el horizonte que pone en peligro las perspectivas de empresarios, políticos y tecnócratas, por lo que las autoridades con supervisiones financieras estamos obligados a dialogar con científicos y analistas en riesgos medioambientales para hallar soluciones inmediatas”.
Para Carney, “cada causa necesita sus líderes” y los bancos centrales “tenemos que hacer más esfuerzos por entender el meollo del problema y por eludir cualquier discusión superficial que no aporte consistencia y estabilidad a las acciones” contra la emergencia climática.
El BCE ha concluido, un lustro después, que los avances en la transición energética “disminuyen los peligros financieros” y contribuyen decididamente, a medio plazo, a reducir tensiones sobre el crédito bancario y a atenuar los movimientos sobre los tipos de interés.
Pero quizás haya sido la Reserva Federal la que más ha utilizado la pedagogía recientemente. A la hora de explicar el salto en el IPC americano, las actas de su Comité de Mercados Abiertos han trasladado ya el debate sobre los costes de las pólizas de seguro de hogares y en infraestructuras civiles que han repuntado por las indemnizaciones por catástrofes atmosféricas. Solo ha sido un simulacro, porque la inflación estadounidense “ignora estas rúbricas”, igual ocurre en el resto de potencias de rentas altas, escribe Andrew Stevenson, de Bloomberg Intelligence. Pero sirve para ilustrar que, de registrarse sus efectos, el IPC hubiera añadido ocho décimas a su repunte de 2023.
El cálculo de Stevenson se apoya en el dato del bróker asegurador Policygenius que certifica que en 2023 los seguros de hogar alcanzaron los 175.000 millones de dólares, un 21% más que en el año precedente, lo que hubiese dejado el IPC en el 3,4% con el consiguiente freno a la esperada maniobra a la baja de la Fed prevista para este año, precisa. El pasado ejercicio, EEUU registró un récord de 28 desastres climáticos que supusieron una factura de 1.000 millones de dólares a las aseguradoras. De media, cada propietario de vivienda destinó 1.905 dólares al pago de sus pólizas, un 50% por encima de los 1.272 de 2019, atestigua la National Association of Insurance Commissioners, “debido a causas atmosféricas extremas”.
De momento, las sociedades asumen que los bancos centrales midan y calibren los efectos del clima y la geopolítica. No hay protestas a la vista por su presunta falta de legitimidad, mientras sus autoridades ganan cuotas de poder. Pero Jay Cullen, catedrático de Derecho de los Negocios en la Universidad Edge Hill avisa en Oxford Academic de que este asunto podría acabar en los tribunales constitucionales y recuerda que el alemán decidió en mayo de 2020 que el BCE se extralimitó en su mandato al lanzar su programa de compra de deuda, aunque luego fue anulado por el Tribunal de Luxemburgo, máxima instancia judicial de la UE.