Dicen que dijo Mark Twain que la historia no se repite, pero rima y estos días agitados nos llevan al recuerdo de treinta años atrás. Entonces, como ahora, un Gobierno socialista hacía frente a una ofensiva total por parte de la derecha, no solo la política sino también la mediática y hasta cierto punto la judicial. Lo que se conoció como la legislatura de la crispación se basaba en la no aceptación por parte del PP de los resultados de las elecciones generales de 1993, cuando el PSOE liderado por Felipe González había obtenido (hasta cierto punto contra pronóstico) la victoria electoral y, con ella, la prórroga de un mandato que ya duraba más de una década. El PP (y sus apoyos) entendió que el resultado había sido un error, porque consideraba que era perentorio desalojar a los socialistas del gobierno y para ello era lícito utilizar todo el arsenal a su alcance. Todo. Esos años estuvieron marcados por los escándalos de corrupción y por una actuación descarada de cierta prensa y radio (el sindicato del crimen) para provocar de la caída de un Gobierno al que se consideraba ilegítimo. Sí, la historia rima.
También en ese 1994, como hoy, hubo elecciones al Parlamento europeo y fueron los primeros comicios de alcance general que ganó el PP, cabalgando la ola contra el felipismo “del paro, despilfarro y corrupción”, el mantra ideado por los estrategas populares y repetido ad nauseam por sus portavoces oficiales y oficiosos. Eran los años de los papeles del Cesid, de Perote, de la x de los GAL, Roldán y la crisis postolímpica. Entonces, como ahora, una parte de la judicatura pareció dispuesta a entrar en combate contra el Gobierno, aprovechando su poder para iniciar, dilatar o filtrar sumarios, aireados por la prensa afín.
Las coincidencias con la coyuntura actual son extraordinarias. Hoy, el libreto del PP es casi idéntico al desplegado en aquellos días (alguno diría que el director de la obra es el mismo de entonces): oposición sin cuartel en el Parlamento y en los medios, acusaciones de corrupción y de ocupación de los poderes del Estado, utilización del poder judicial como ariete político, denuncias de “humillar a España” ante los independentistas y creación de un clima de desasosiego general para mantener al ejecutivo permanentemente acorralado y al voto progresista en total desconcierto.
La opción de Felipe González hace treinta años fue la de resistir, aguantar la tormenta el mayor tiempo posible, fiándolo todo a una recuperación económica que acabó llegando tarde. El balance, sin embargo, no fue del todo negativo a tenor de los resultados de la convocatoria avanzada de marzo de 1996. La dulce derrota, aunque derrota al fin y al cabo.
Sánchez, situado en una posición muy similar a la de González, podía haber optado también por resistir, aguantar en el lodo, sacrificarse como un ecce homo, pasar el calvario que recorrió González e intentar alargarlo el máximo posible para, desfondado, agotado, llamar a urnas y perder. Sánchez podría haber hecho eso, pero ha decidido no ser Felipe, tal vez consciente de a dónde llevaba el camino por el que optó el expresidente y de que la tormenta de fango no va a remitir en los próximos meses, sino todo lo contrario.
Así, lo del miércoles no debe leerse como una renuncia sino como una declaración de guerra. Sánchez no va a resistir, va a salir al campo y va a luchar. Ha decidido desenmascarar la estrategia del frente político, mediático y judicial de las derechas (la ultra y la otra). Quiere (y de momento está consiguiendo) cambiar las coordenadas por las que discurre la conversación pública, y por ello ha puesto encima de la mesa la denuncia de un intento de hacer caer al Gobierno por todos los medios posibles, los legítimos y aquellos que superan los límites del sistema. Haciéndolo, Sánchez ha situado el debate sobre los principios en los que se basa nuestra democracia y los límites a los que todos los actores políticos deben someterse si no quieren que todo el entramado institucional arda (algo que, por otro lado, a la derecha nunca parece haberle importado cuando se trata de acceder al poder).
Cierto, hay un elemento diferente en este 2024 respecto a 1994. El contexto internacional. Hace treinta años la democracia liberal acababa de ganar la guerra fría y su expansión por todo el mundo parecía imparable. Eran los tiempos del fin de la historia de Fukuyama. Hoy la situación es diametralmente la contraria. La democracia se ve amenazada desde dentro y desde fuera y debe hacer frente tanto a los regímenes autoritarios como a la ola reaccionaria que se aprovecha del miedo ante un futuro incierto y amenazador, un futuro cancelado (Fisher), y alienta al repliegue tribal. Este es el debate que debemos tener. Y es lo que la carta de Sánchez pone dramáticamente encima de la mesa.